miércoles, 13 de diciembre de 2017

No tengas hijos

Por Asier Rey.

   Naciste un buen día en un chamizo destartalado, en el páramo desierto que envuelve la heroica ciudad. Cuando preguntan por ti, por tu lugar de alumbramiento, no citas el Cerro Bola, el cochambroso jacal en las faldas de la sierra, las vistas de la cercana Tejas que tanto te apasionaba y que tantos quebraderos de cabeza te ha dado a lo largo de tu vida. Hablas de Ciudad Juárez, de su maraña de calles y casas bajas, de tu felicidad al ver por primera vez un partido de béisbol en la colonia Aztecas. Ya no recuerdas el olor de la tierra que se inoculaba en tus pulmones a cada batida de viento, ya no trepas a los riscos escarpados. Solo piensas en huir hacia adelante.
Es lo que tienes que hacer, nomás. Huir, correr por las llanuras salpicadas de cactus y astrágalus. Tienes que dejar atrás todo aquello que fuiste. No importa, piensas, no es la primera vez. Huiste de Cerro Bola, huiste de Juárez, huirás de Utah. Pasarás página y todo empezará de nuevo.
Aún recuerdas tus primeros intentos de cruzar el río Bravo, tus encontronazos con los guardias de tránsito. Eras puro fuego y no dudabas en arriesgar tu funesta vida por cumplir tu sueño dorado: atravesar la frontera, ganar miles de dólares y disfrutar de la vida que, intuías, existía más allá de las montañas Franklin. Ahora, que caminas por la pedregosa tierra de las oportunidades, sabes que no es así, pero es tarde para arrepentimientos. Dos policías, dos pinches tecolotes os siguen a ti y los tuyos.
Cuando al decimoquinto intento conseguiste llegar a la soñada Tejas, en la cabina de un tráiler de la General Motors, pensaste que la vida te había dado ese vuelco con el que sueñan todos los personajes de las películas de Hollywood, esas que antes devorabas a diario y que ahora te resultan pura charlatanería. El camión se adentró en la tierra prometida y esperaste a que el azar te mostrara un nuevo lugar en que detener tus pasos. Y fue el azar, sin duda, el que hizo que la portezuela del tráiler, donde te escondías entre cientos de piezas metálicas, se abriera frente a la ciudad de Pecos. La sonoridad de su nombre y el recuerdo de John Wayne fueron suficientes motivos para descender de un salto y probar suerte en aquel ignoto lugar.
Pasaron uno, dos, tres años. la vida en Pecos es divertida si eres un jodido gringo blanquito con ínfulas de sheriff, pero un calvario si eres una mejicanita linda y con buenas tetas. Encontraste un trabajo de camarera en un salón con la oscuridad pegada en las paredes, y pronto supiste que aquello no era para ti. Los hombres te miraban con lascivia, las mujeres escupían a tus pies por la calle. Todos pensaban que vendías tu cuerpo, de la misma forma que vendías tu tiempo en aquel antro inmundo.
Harta de habladas, decidiste marchar una vez más. Pero, ¿a dónde?
Los reclutamientos estaban a la orden del día en aquella época. Carne de cañón para una guerra que a nadie le apetecía continuar, pero tampoco se sabía cómo detenerla. Te vestiste con ropas de hombre, te presentaste en una oficina y el Tío Sam te acogió con los brazos abiertos. Tal vez tu disfraz era muy bueno, o simplemente no les importó saber quién eras. Al fin y al cabo, solo erais números en mitad de una escabechina. Pero eso tú ya lo sabes, ¿verdad?
Os lanzaron a toda la compañía al interior del conflicto, al valle de Ia Drang. Thomas os subía y bajaba con el helicóptero con gran habilidad, y vosotros solamente teníais que vaciar los cargadores. Era un espectáculo veros a todos: a Troy, a Smith, a Cousins... buenos tipos que fingían no ver tus inflamados pechos, tu rostro de mujer. En mitad de la destrucción, de los bombardeos masivos contra aldeas de vietnamitas desarmados, de ataques aleatorios y sanguinarios contra la población inocente, sentías por primera vez en tu vida que nadie osaba juzgarte. Estaba todo el mundo bastante despistado con intentar sobrevivir.
—¡Dantés! —te dijo el capitán Morris—. ¿Por qué narices no estás disparando a todo lo que se mueve?
—¡Señor! ¡No quiero malgastar balas, señor! —el bigote gris de Morris se torció con tu respuesta. No le caías especialmente bien.
—¡Si las malgastas, es que tienes que apuntar mejor! ¡Vamos, jodido recluta! ¡A matar unos cuantos amarillos!
Y te unías a la orgía de balas, al aniquilamiento de otros seres humanos que, hasta ese momento, apenas habían oído hablar de América en la radio. La llamada tierra de las oportunidades había llegado a la selva asiática para quedarse, y tú, en medio del huracán, no eras capaz de ver hasta qué punto habías perdido la cabeza.
Un día, cerca de Pleiku, mientras avanzabais lentamente en una misión de reconocimiento del terreno, oíste un ruido extraño, diferente. Troy, que estaba a tu lado, te miró con indiferencia y siguió caminando. Al parecer él no había escuchado nada, pero Troy siempre estuvo duro de oído. El caso es que, para cuando qusiste dar la voz de alarma, estabais en mitad de una emboscada.
El griterío era ensordecedor. La humedad se pegaba a tu piel como un adhesivo industrial, lo que unido al calor de la batalla te hacía sentir como si te estuvieras cociendo en tu propia ropa. Las balas cruzaban cerca de tu cabeza, silbantes, en busca de un trozo de carne al que aferrarse.
El primero en caer fue Smith, con una docena de balas en su enorme cuerpo. Después, sin tiempo para lamentarte, viste caer a Cousins. El Viet Cong os estaba apretando las pelotas, y no teníais forma de escapar. Hasta el helicóptero de Thomas estaba recibiendo de lo lindo, así que nadie podía sacaros de ahí. Era cuestión de tiempo que sucediera.
La primera bala te atravesó limpiamente el hombro, lo que agradeciste más tarde, pero no en ese doloroso instante. Después, el costado izquierdo, la rodilla derecha y la cadera fueron las siguientes víctimas. A partir de ese momento, la maleza circundante se convirtió en nebulosa para ti, por lo que no pudiste ver cómo el apoyo de otra unidad os echaba un cable y el capitán Morris os sacaba de aquel infierno a rastras hasta quedar a salvo.
Lo siguiente que recuerdas es la mirada profunda y fija de LeGrant clavada en ti.
Como médico destinado a aquel remoto lugar, LeGrant se aseguraba de que todos sus pacientes sanaban y se involucraba en sus cuidados. Por eso, no fue extraño que él fuera el primero en descubrir tu femenil secreto. Lo observabas como se observa un insecto, como si fuera él el postrado sobre el catre maloliente del hospital.
Fue vuestro rechazo mutuo lo que os hizo más atractivos para el otro. Cuando tus heridas sanaron y decidieron devolverte a Estados Unidos, ya como mujer, a LeGrant le faltó tiempo para acompañarte.
Diez años y dos hijos después, estás aquí. Huyendo. Pero, ¿de quién?
Cuando tienes toda una vida de sosiego y paz por delante, el vértigo puede sobrecogerte por completo. Pasar de tu independencia montaraz a la beatífica vida marital es un cambio para el que pocas personas están preparadas, y tú no eres una de ellas.  Así, en vez de recordar tus inicios en Cerro Bola, la aridez del desierto, la lenidad del viento acariciando los agaves, te emperraste en rememorar la emoción de la aventura, las noches de Ciudad Juárez, los convoyes de las maquiladoras... fue sencillo entablar conversaciones con camioneros, con trabajadores, con cualquiera dispuesto a venderse por dos o tres billetes. Entablaste una vida sencilla y rutinaria con LeGrant, mientras que, cuando él viajaba, o trabajaba, o simplemente miraba hacia otro lado, robabas las mercancías y las vendías en el mercado negro. Es tan emocionante sacarse uno o dos de los grandes sin apenas mover las petacas del sofá... solo hay que asomarse a la noche de Utah, con una Pacífico bien helada en la mano, a miles de kilómetros de todos tus problemas.
Desgraciadamente, fueron los problemas los que decidieron venir a ti.
Aquellos dos rangers, con su ropa recién planchada y estrenada, apestaban a trampa a kilómetros de distancia. Los viste llegar sentada en tu porche, los niños jugando en el patio, la tarde caliginosa empapando tu cuerpo. LeGrant está operando a un hombre a vida o muerte, por lo que no hay que preocuparse de que descubra tus problemas. Solo tienes que agarrar a tus hijos, meterlos en la pickup y salir a rajamadre antes de que esos pinches mecos vuelvan a abrirte los orificios del cuerpo.
La Ford os saca del barrio antes de que los recién llegados se atrevan a desenfundar sus armas, pero os deja tirados en poco tiempo. Los niños están confundidos, apenas jugaban tranquilamente diez minutos atrás y ahora huyen de no uno, varios coches de policía en su búsqueda. Solo os queda adentraros en el desierto y rezar por que nadie os encuentre.
Repasas la situación. Estás sola, con tus dos hijos, en mitad de la nada, esperando que unos sicarios con sed de dinero no os encuentren en un paraje yermo y extenso, en un solar donde es difícil no ser visto. Si al menos, te dices, estuvieras sola, podrías esconderte entre las rocas, enterrarte bajo tierra, simular un suicidio. Podrías escalar aquella colina, divisar una escapatoria para todos.
Pero no puedes.
Tienes dos hijos lentos y quejosos. Te ralentizan. Frenan tu escapada.
Debes quedarte junto a ellos y esperar el fatal desenlace. O puedes abandonarlos a su suerte y escapar con vida. Quizá a ellos no les hagan nada. Tal vez se apiaden de unas personitas diminutas. De unos querubines de ocho años.
No, sabes que no lo harán. Morirán si les atrapan. Morirán de todos modos.
Ellos están condenados. A ti aún te queda una posibilidad.
¿Qué vas a hacer, Irene?

--FIN--

Datos del receptor:
Nombre: Irene Dantés.
Lugar de naciemiento: Cd. Juarez, Chihuahua en la mera tierra de los dorados del norte y en frontera con El Paso, Texas, si ñor.
Aficiones: Leer y pelear con el mundo.
Lugar donde quiero que pase mi relato: en el viejo Oeste. Toma!
Edad: 38 veranos.
Miedo: a perder a la gente que amo, y a las muñecas clásicas.
Consigna: Relato bélico que tenga que ver con la Guerra de Vietnam.



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