martes, 5 de septiembre de 2017

El viento en el cañaveral

Por Ismael Manzanares.

     Consigna: Drama en primera persona. Voz femenina.
Texto:
Me sentaba a escuchar el viento soplando entre el cañaveral. Las aves nocturnas graznaban a lo lejos. Las hojas de las cañas se agitaban y gemían. La noche en los humedales era densa. Los niños dormían.
A pesar del agotamiento, a pesar de la oscuridad sofocante, permanecer despierta. Caminar por la casa descalza, sintiendo el suelo crujir a mis pasos y odiando el tic-tac rítmico del reloj de cuco. El salón, lóbrego y atravesado por la brisa marina; la habitación de los niños, con la puerta entornada y la débil luz del quitamiedos; el dormitorio principal donde Manuel duerme pesadamente; la cocina, mi refugio y mi esclavitud. Hacer la ronda una vez, tocando los marcos de las puertas para no hacer ruido, libre por fin, hasta que el sueño me alcanzaba y me vencía, arrojándome como otro bulto más a la cama de matrimonio.
La mañana comienza sin sorpresas. Manuel sale a trabajar pronto, dejando un beso en mi mejilla. La luz que se filtra por las persianas siempre termina por despertar a los niños, que rápidamente vienen a exigir cariño, atención, amor. Momentos de juego preciosos, con sus caritas apareciendo y desapareciendo bajo las sábanas, con sus cuerpos menudos y tiernos abrazándose a mis piernas, a mis brazos, a mi cuello. Las risas de los niños campanillean como solo deben hacerlo las voces de los ángeles. Después, desayuno y juegos, pañales y limpieza. La demanda del pecho para el más pequeño. Celos y riñas, vestir a uno y a otro, y entonces se escucha la ocarina del afilador allá abajo, recordándome que ya es mediodía y que es la hora de salir.
El Calypso es un edificio alto y solitario junto a la carretera de la costa. Soy la única vecina. El resto de pisos son ocupados solo en los meses de verano y, ocasionalmente, los fines de semana. Por fortuna Ataúlfo, el viejo portero, me tiene cariño y se acerca siempre a preguntar si necesito algo. Es un buen hombre. De no ser por él no vería alma humana al salir de casa. La rutina exige que camine hasta el supermercado por la carretera, con los niños, con los cañaverales a un lado y las dunas al otro. Realizar la compra para el día, volver a casa y cocinar; después el rito de la comida entre papillas, rebeldías y los ocasionales lloros.
Por la tarde hay mayor flexibilidad. Lo más cercano es la playa. Kilómetros de arena fina en la que mis hijos pueden pasarse horas y horas sin fin. Yo misma me paso el tiempo asombrada de sus elaboraciones, asidua a las risas y las fábulas, participando con ellos como un actor más. A veces tomo el autobús que me lleva a la ciudad y buscamos algún parque en el que ellos puedan compartir tiempo con otros de su edad, y yo intercambiar algunas palabras sueltas con las madres.
De vuelta en las alturas del Calypso, el piso estalla en una algarabía cuando Manuel vuelve del trabajo. Los niños enloquecen exigiendo, demandando lo que han obtenido sin tregua de mí desde la mañana. Yo también reclamo mi parte, las palabras de un adulto que he ansiado durante todo el día; nuevas del mundo exterior, de la ciudad, de la obra. Cualquier cosa que suponga una conversación adulta. Pero la rutina se vuelve a imponer y el juego de las repeticiones continúa. Hay que bañar a los niños, después preparar la cena, acostar y leer cuentos. Momentos dulces todos ellos. Para cuando todo termina apenas si quedan unos minutos breves que con frecuencia desaprovechamos en quejas y frustraciones de antiguo. Los años de matrimonio nos han moldeado igual que han desgastado mi cuerpo. A veces descargamos nuestra energía con un amor comedido y silencioso en el que sin embargo yo busco empalarme en su sexo, arrancar de él un deseo frenético y furioso, abandonarme a un placer que me libere. Rara vez lo consigo. Y después del acto no puedo dormir. Me siento agotada, henchida. He disfrutado de mis hijos. Tengo un marido que me quiere y me hace el amor con cariño. Tengo una casa propia, limpia y ordenada, un lugar que puedo llamar hogar.
Y sin embargo me levanto a escuchar el viento soplando entre el cañaveral, a caminar por la casa a oscuras. Me siento incompleta. Quiero llorar. Gritar. Romper los cristales. Volar. Los pájaros se ríen de mí a lo lejos.
Lo conocí en la playa. Llegó envuelto en la sal y el ozono de la brisa, salpicado por la espuma de la brisa marina. Parecía estar perdido, por imposible que sea perderse en una playa que corre sin fin en ambas direcciones. Los niños jugaban un poco más lejos. Entonces fijó su vista en mí y sonrió.
—¿Me puedo sentar contigo?
Yo asentí, y así comenzó todo. Su nombre era Alejo y caminaba por la playa todas las tardes. Nunca habíamos coincidido. Vivía en la ciudad, estaba casado y, como yo, tenía dos hijos, algo mayores. Me dijo que le había llamado la atención el libro que yo estaba leyendo. Era un lector impenitente. Mientras me hablaba con entusiasmo del autor, yo miraba sus rasgos inquietos, como atormentados por un dolor lejano; la piel morena de su rostro, en la que la sal se incrustaba; el pelo negro rizado y revuelto por el implacable soplo del viento. Respiraba vida, y al volver los ojos hacia mí volví a encontrar en ellos el eco de alguna pena lejana.
—Aquí hay unos personajes bien trazados —me dijo, sopesando el libro entre sus manos—. Con sutileza, poco a poco, la trama va haciendo que comprendamos qué les motiva. Y, a través de esa travesía de tristeza y de amor, el autor nos va enseñando cosas sobre nosotros mismos.
Contuve las lágrimas y le respondí que sí, que así era, que también yo había entrevisto el corazón de esa historia; y mis labios se abrieron para dar paso a una voz que había estado anhelante de encontrar su cauce, una voz terrible y hermosa que había estado acallada durante tanto tiempo que apenas si recordaba que fuera mía. Una persona con la que compartir, una conversación adulta de nuevo, una ventana hacia otro ser sensible como uno mismo. Una epifanía. Dudo que en aquel momento él sintiera lo mismo. Quizás era parte de su naturaleza el abrir así su corazón al mundo. Pero noté que había encontrado en mí una compañera con quien hablar de temas que le interesaban. Sin necesidad de decirlo supimos que al día siguiente nos veríamos en este mismo lugar para continuar hablando.
Aquella noche hice el amor con mi marido de un modo salvaje. Todavía ahora me estremezco al recordarlo. Su verga húmeda de saliva enterrada en mi garganta, gimiendo con la voz quebrada; después le cabalgué con furia, sujetando sus manos sobre mis caderas para poder sentirle tan dentro como me fuera posible; y cuando no aguantó más me volteó para follarme con desenfreno, golpeando contra mis nalgas hasta que arrancó de los dos un grito de placer que resonó en las paredes y despertó a uno de los niños, que empezó a llorar. Después reímos y nos acariciamos todavía un poco más hasta que caí rendida, entregada a un sueño pesado y profundo.
El nuevo día me encontró agotada y con agujetas. Desayuné como una leona. ¿Qué clase de persona era Alejo? ¿De dónde venía su dolor, esa pena que había encontrado al fondo de sus ojos oscuros? ¿Qué pensaba de aquel otro libro, de la vida junto al mar, de sus hijos? ¿Quién era, en definitiva? Los niños notaron mi entusiasmo y se sorprendieron de mis abrazos y de mis renovados juegos.
 La tarde fue plácida y de nuevo nos volvimos a encontrar a orillas del mar. Traía un libro en la mano e inmediatamente empezó a hablarme de él. ¿Cómo expresar las caricias del corazón en unas pocas palabras? ¿Cómo describir lo que se siente cuando se iluminan los rincones oscuros de la mente y salen a la luz las esperanzas, los temores, los sueños más profundos? A través de la lectura nos tocamos, usando a los personajes como vehículo para expresar emociones que con tanta frecuencia no tienen nombre. Comprendía mi vida tocada por la maternidad y yo comprendía la suya, desde el punto de vista complementario que significa ser padre. Hablamos de la infancia, de la alegría, de la soledad. Mirábamos el mar revuelto y nos dejábamos acariciar por la arena. Las palabras fluían con pasión, interminables como un río de plata, semana tras semana, arrulladas por el sonido del mar.
—Qué guapa es una mujer enamorada —me dijo Ataúlfo en la portería del Calypso. La sonrisa del viejo portero me demostraba su afecto. Yo le sonreí, halagada, y en ese momento me di cuenta de que era verdad. De que estaba enamorada. De que Alejo había encontrado un hueco en mi corazón.
La inquietud me asaltó al reconocer la verdad. ¿Es así? ¿Cuándo había decidido enamorarme? No lo sabía. ¿Y qué hacer ahora? ¿Sería tan visible como para levantar sospechas en la casa? Mi reciente energía, el buen humor, el sexo a cualquier hora y por cualquier motivo después del parón forzoso de la maternidad. A veces ni siquiera podía esperar a que mi esposo regresara del trabajo y me entregaba al placer a escondidas, en el cuarto de baño, con la vulva húmeda e hinchada y los dedos entrando, tanteando, explorando y presionando hasta que llegaba el orgasmo y lo barría todo. ¿Era esto una traición? ¿Cómo podía serlo, si sigo amando a mi esposo, a mis hijos que son la luz de mi vida?
En nuestros encuentros en la playa empecé a ser consciente de mi nuevo estado. Alejo era respetuoso y cortés, pero de ningún modo exento de picardía. Mis emociones me arrastraban. ¿Era deseo? ¿Acaso quería, de verdad, que ese hombre hundiera su cabeza entre mis piernas y bebiera de mí? ¿Que me tomara entre las cañas de las dunas? No lo sabía. Solo quería seguir hablando y compartiendo palabras y miradas. Nuestro juego recorría esos límites y era excitante y peligroso. Olía a libertad.
Nunca fue más allá.
Al principio fue casualidad. Días en que alguna actividad le impedía realizar su paseo diario por la costa. Visitas a médicos y dentistas, una compra atrasada, el fútbol de los niños. Pero la casualidad dio paso al hábito. Cada vez sus paseos eran menos frecuentes, más corta su duración. Y entonces advertí que nunca había penetrado en la tristeza que anidaba en sus ojos. Que había algo más que yo no había logrado ver. Que en nuestras charlas cada vez más el peso de la conversación era el mío, y que él me contestaba con educación, quizás sin poder evitar el aspecto más travieso de su carácter, esa malicia inocente que despertaba en mí el deseo. Comenzaba a intuir el adiós, aunque entonces no lo sabía.
Y de repente no volví a verle.
Después de varias semanas de ansiedad me levanté de la cama y comprendí que su ausencia era permanente. Me volví loca. Los días amanecían grises con un nudo en mi estómago. ¿En qué lo había ofendido? Le había abierto mi corazón; ¿lo había encontrado tan aborrecible como para dejarme de lado? Y lo más terrible de todo, la garra que apretaba mi corazón, era que esas conversaciones en las que nos habíamos tocado tan profundamente nunca se producirían de nuevo. Lo busqué por la ciudad; recorrí sus calles arrastrando a mis hijos en largos paseos que los agotaban, sufriendo por ellos además de por mí. Imaginé que había sufrido un accidente, que había tenido que acudir al socorro de cualquier familiar remoto, que había muerto. Pero en el fondo sabía la verdad. Yo había estado enamorada. Él no. Me sentí culpable de mil maneras distintas. Lloré, angustiada. Indagué en mi interior, buscando claves, la razón última por la que yo había llegado a atormentarle tanto como para escapar. La pena en sus ojos que no había descifrado. Mi necesidad imperiosa de compartir, mi cuerpo ajado por el peso de los años y por la maternidad, mi indecisión, mi dependencia. No encontré respuesta.
Entonces llegó el dolor, en mil y una variantes. La angustia. La soledad. La rutina, reptando alrededor de mí. El silencio de la voz interior. Las lágrimas. Las noches en vela. Aparentar con mi marido, con los niños, con el mundo. Repetirse que no duele. Repetirse que no importa. Una mañana tras otra. Una noche tras otra.

En la oscuridad sofocante, me siento a escuchar el viento soplando entre el cañaveral. El Calypso está vacío. A lo lejos graznan con estridencia las aves de los humedales. Las hojas de las cañas se agitan y gimen. La noche es densa. 

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