martes, 5 de septiembre de 2017

“DIARIO DE RICHARD ISAIAS MORTON”

Por Emilio Bernal.

     Consigna: Weird Fiction (ficción extraña)
Texto:
JORNADA 1
Yo, Richard Isaías Morton, he decidido escribir este diario como recuerdo de mi nueva condición de hombre rico. Bueno, aún no lo soy, pero doy por hecho que con el primer cargamento que salga por la boca de esa mina, mi suerte habrá cambiado. “El sepulcro dorado”, situado en la falda del viejo volcán al que llaman “La Sima”. Cuentan las malas lenguas que la desgracia caerá sobre aquel insensato que extraiga el oro que guarda en sus entrañas. Cuentos de viejas. Recientemente conseguí cerrar el trato y ahora, la mina y su explotación, me pertenecen.
El campamento está montado y una primera partida de hombres espera nuestra llegada al amanecer.
JORNADA 2
Los veinte hombres que me acompañan conocen bien el territorio y guían el convoy formado por cinco carrozas a buen paso y de forma segura.
Llegamos al campamento a la hora acordada. La bienvenida no pudo ser más acertada; café bien caliente y tortitas de maíz con cecina.
El campamento es incluso más confortable de lo que yo mismo preveía. Mi caseta cumple con creces mis exigencias. Las de los trabajadores, aunque de menor estatus, ofrecen unos camastros bien mullidos para favorecer la calidad del descanso. El trabajo será duro y necesito el mayor rendimiento por su parte.
El resto del día lo dedico a ultimar los preparativos para el comienzo de la excavación.
JORNADA 3
Cuarenta corazones ávidos de riqueza, cuarenta hombres cargados de sueños. Ochenta manos hábiles y certeras en cada uno de sus movimientos. Cuarenta almas encomendadas a extraer la sangre dorada del interior de la montaña. Cada explosión marca el compás de una pieza musical destinada a ser un himno a la prosperidad. Cada golpe de pico una corchea. Cada suspiro, un silencio.
La entrega vehemente de los hombres pronto dará su fruto. El calor es sofocante, aunque eso no les merma. Desde el resguardo de mi caseta espero impaciente el aviso de la veta hallada. Mientras tanto, mis manos vuelan solas al compás de tan bella sinfonía.
El cielo, cada vez más nublado, se ha teñido de un tono violáceo un tanto singular.
JORNADA 4
Hasta ahora no hubo suerte. Los hombres mantienen un buen nivel de energía y compromiso. Sólo es cuestión de tiempo, estoy seguro. A pesar de que han transcurrido dos jornadas  sin obtener el resultado esperado aún se respira el optimismo inicial. Anoche, en el campamento, asamos cordero. Las charlas y el buen ambiente duraron hasta bien entrada la noche. Tan sólo un hecho de lo más inusitado logró coartar el buen ánimo y, ante la situación que paso a narrar, la mayoría de los hombres decidieron concluir la velada:
Si algo era evidente, eso era la ausencia de viento. El bochorno unido al nulo movimiento de aire provocaba una atmósfera sofocante. Varias hojas, no más de media docena, se desprendieron de las ramas de los árboles que teníamos sobre nuestras cabezas. Algo que pasó desapercibido para todos. Lo siguiente nadie pudo pasarlo por alto. Todas a una y, de una manera violenta y pesada, cayeron las hojas. Los árboles quedaron desnudos. Todos quedamos cubiertos por aquella manta vegetal. Al ruido causado por el deshoje le siguió un unísono aullido de desasosiego. Después  vino un sonoro alboroto de comentarios, en su mayoría supersticiosos, y el camino de cada uno de los mineros hacia su camastro.
Me quedé en el sitio, paralizado. No por el susto, no por la extraña caída de las hojas. Hubo algo en lo que nadie, excepto yo, reparó. Aquellos árboles eran de hoja perenne.
JORNADA 5
El clamor del éxito llegó cuando aun me encontraba desayunando. Nunca me alegré tanto de sentir la quemazón de un café bien caliente cayendo sobre mi pecho. Sin embargo me avisaron de que algo extraño ocurría y me guiaron por las intrincadas galerías de la mina hasta el lugar del hallazgo. El generoso filón prometía proporcionar una ingente cantidad de mineral. Pude sentir cómo el reflejo del oro a la luz del candil penetraba en mis ojos anegándolos de placer. Pregunté cuál era el problema. Me dijeron que lo tocara.
Sentí el cosquilleo de la incertidumbre mientras acercaba la mano. Al contrario de lo que esperaba, el oro no era duro. Tenía una textura viscosa. Pensé que no podía tratarse de oro pues. Y así lo expresé en voz alta. Me respondieron que aun no lo había visto todo.
Me guiaron hasta el exterior agarrando entre mis dedos aquella especie de barro dorado. A pocos metros del exterior me indicaron que debía de abrir la mano y una vez fuera de la mina expusiera la sustancia a la luz del sol. Así lo hice y quedé boquiabierto al observar como aquel material adquiría, como por arte de magia, la textura habitual del oro. Es como un milagro, no sólo tenemos una gran veta sino que además se puede extraer con el simple uso de las manos. Lo que conlleva un mínimo esfuerzo.
De nuevo llegó la noche y con ella otro hecho misterioso. En las ramas desnudas de los árboles comenzaron a posarse cientos de cuervos, observándonos. Cientos de oscuros, emplumados y acechantes centinelas. Tantos que parecía que los árboles estuvieran cubiertos de hojas negras.
JORNADA 5
La inquietud se ha propagado por el campamento como lo haría la gripe o la viruela. Mentiría si dijera que no me he contagiado, y es que los sucesos insólitos que se repiten cada noche dan que pensar. Todo ello está empezando a afectarme al sueño y no soy el único que duerme poco. Me consta que le pasa a todos.
El cansancio empieza a hacer mella, aun así me informan de que la extracción de oro está siendo todo un éxito. No me apetece sumergirme en la montaña y doy por bueno los informes.
Una vez acabada la jornada, los hombres salen de la mina caminando de forma pesada y casi arrastrando los pies. Para variar, a nadie le apetece cenar. Tienen pinta de enfermos, con un aspecto deplorable. Su piel, bajo la capa dorada que la recubre, aparece pálida. Tan pálida que podría decirse que es translúcida. A través de ella se pueden ver las venas formando una compleja y oscura telaraña.
Hace unas horas ordené a Shellman (el único que parece encontrarse medianamente bien) partir hacia Green Wolf en busca de un buen número de rameras con la intención de ofrecer a mis chicos un día de descanso y desfogue. No hay ninguna enfermedad que no puedan curar las putas de “El coyote desdentado”.  Me preocupo por el estado de mis hombres pero choco sin remisión con su carácter, ahora, reservado e irascible. Algo ha cambiado en sus ojos, no algo físico, es algo podrido en sus almas.
Los cuervos siguen posados en las ramas pero, ahora, al único que parece incomodarle este hecho es a mí.
JORNADA 6
Shellman y las mujeres llegaron cuando el sol estaba en todo lo alto. Observo que él también comienza a tener mal aspecto. Las sospechas que trataba de ocultarme hasta a mí comienzan a cuadrarme. Sólo yo conservo mi salud intacta. Tan sólo adolezco de la falta de sueño y las consiguientes ojeras fruto de la incertidumbre causada por tan extraños acontecimientos.
Ordeno a Shellman que avise a sus compañeros y dejen sus labores por hoy. Quiero que comer, beber y joder con las rameras hasta caer rendidos, sean hoy sus únicas faenas.
Los deteriorados mineros salen del yacimiento con su lastimero caminar. Las mujeres reculan un poco al reconocer bajo ese nuevo aspecto a muchos de los hombres que anteriormente tantas veces habían pasado por sus acogedoras alcobas del conocido lupanar.
Sin que puedan poner demasiada resistencia, el campamento se convierte casi al momento en una auténtica bacanal. A pesar de la débil apariencia de los mineros, utilizan sus barrenas de carne con una fuerza inusitada. Le pido a una de las putas que se acerque mientras bajo mi bragueta. Me siento en las raíces de uno de los árboles cargado de cuervos y no preciso de explicaciones para que ella comience su trabajo de manera ejemplar mientras observo el amasijo de cuerpos en pleno acto de lujuria.
Una vez satisfecho y vacío, aparto a la felatriz y saco mi petaca. Ella escupe el contenido de su boca y se adentra en el grupo de cuerpos lujuriosos.
Las mujeres, recelosas al comienzo, parecen entregadas y enajenadas ahora. Como poseídas por la desaforada masculinidad de los hombres que seguían una y otra vez perforando sus húmedas cavernas. Sin descanso.
La situación debería parecerme extraña por no decir violenta, pero ni yo mismo apostaría un centavo por mi salud mental. Trago a trago voy perdiendo el rumbo hasta quedar dormido bajo la mirada atenta de los cuervos situados sobre mi cabeza.
JORNADA 7
No sé cuánto tiempo habrá pasado. Por el vómito seco que tenía pegado en la cara debería haber transcurrido bastante. Era de noche. Todo estaba tranquilo y oscuro. Traté de incorporarme pero mis huesos se quejaron. Extendido en el suelo miré hacia el cielo y entre las ramas del árbol pude ver las estrellas. Caí entonces en la cuenta, los cuervos habían desaparecido.  Segundo intento, esta vez logré al menos sentarme. Mis pupilas se fueron adaptando a la oscuridad y bajo la tenue luz de la luna vi el campamento vacío. La ropa de los mineros permanecía esparcida por todas partes. Pero ni rastro de ellos.
Candil en mano me dirigí a la mina y recorrí los primeros metros de la gruta. Los túneles de piedra rugosos y negruzcos parecían la garganta de un fumador. Con la mano libre agarré la culata de mi revólver. El lugar daba escalofríos. No sabía a quién podría encontrar rondando mi oro.
Tras varios recovecos llegué al último y largo pasillo. La “cámara dorada”, donde se situaba el filón, estaba iluminada. Un punto amarillo al final de la galería. Salteadas en cada pared se abrían un total de ocho cámaras. Las que utilizábamos como almacén. Una tras otra las fui examinando mientras me acercaba a la luz. Ni rastro de los chicos. La madera de la culata del revólver se estaba empapado con el sudor de mi mano, y los dedos me dolían a causa de la fuerza con que los apretaba. La sensación de peligro aumentaba a pesar de la aparente tranquilidad reinante. Las pruebas de que algo extraño estaba ocurriendo no tardaron en aparecer. Manchas de sangre en el suelo, salpicaduras en las paredes. Sentí como el corazón palpitaba en el interior de mi garganta y en las sienes. Las piernas me fallaron haciéndome caer de culo. El túnel hacía bajada. Perdí la antorcha que comenzó a descender rodando adentrándose en la cámara principal unos metros más abajo. La gran veta de oro se hizo visible a la luz del fuego. Fue entonces cuando tuve la certeza de que había llegado el final de mis días.
Tenuemente iluminados por la dorada luz, se apreciaban los combados cuerpos de los mineros. Todos presentaban la misma horrible calvicie llena de pústulas que los hacía irreconocibles. Algunos balanceaban los picos entre sus manos. Otros permanecían en cuclillas en una pose digna de un coyote en posición de ataque. Muchos de ellos estaban comiendo. En sus manos, intestinos y cascarria de todo tipo que iban arrancando de los vientres, ahora vacíos, de las rameras. Todos hacían algo en común. Todos me miraban.
Hubo unos diez segundos de tregua. Tiempo más que suficiente para que recuperara la verticalidad y desenfundara mi arma.
— Eh, chicos, no sé de que diablos va toda esta historia, pero os advierto de que al primero que mueva tan siquiera una ceja, le vuelo la tapa de los sesos…
El miedo me había alcanzado hasta el tuétano, aunque no estaba dispuesto a mostrarlo. Pero había un sentimiento más fuerte en mi interior. La avaricia. Los que hasta ahora habían sido mis trabajadores ya no eran mas que unos monstruosos intrusos. Y estaban tocando mi oro.
La antorcha seguía en el centro de la caverna, entre los repulsivos cuerpos. El fuego tomó contacto con el pantalón de uno de ellos y empezó a arder. Pronto se convirtió en una antorcha humana haciendo que la sala tomara algo más de claridad. Ante la amenaza, las gibosas criaturas, comenzaron a correr. Algunos trepaban las paredes de la cueva con una agilidad pasmosa digna de una tarántula. Otros fueron directos hacia mi. Mi revólver escupió cinco balas de manera casi automática. Alojándose, cada una de ellas, en el cráneo de cinco de los infelices mineros.
Distribuidas por la cámara había varias cajas de dinamita. El fuego se había propagado a varios cuerpos y éstos se acercaban peligrosamente a ellas.
Otra oleada de mineros comenzaron a correr hacia mi, emitiendo estridentes gruñidos con sus bocas abiertas hasta extremos imposibles. No me quedaba tiempo. Era consciente de que sólo me quedaba una bala y no disponía del tiempo suficiente para recargar el tambor. Tenía que acertar o los trozos de mi cuerpo adornarían las paredes, suelo y techo del túnel. Dirigí mi última bala a una de las cajas de explosivos.
— ¡Comed plomo… hijos de la gran puta!  
Y al mismo tiempo comencé a correr hacia el exterior.
Primero se oyó un ruido sordo, como un trueno lejano que aumenta en volumen a medida que el sonido se acerca. Coincidiendo con el estruendo más ensordecedor, una nube de polvo salió con violencia del interior. Segundos después, la calma.
Salí de entre la nube de polvo. Noqueado y malherido. Tambaleándome hasta llegar a mi caballo. A duras penas subí y tras un golpe en la grupa de mi montura salí de allí a galope, en dirección a Green Wolf.

Mientras me alejaba pude ver como, varias figuras (juraría que fueron tres), salían de entre los escombros. Ninguna trató de darme caza. Corrieron hacia las montañas. No sé qué fue de ellas ni quiero saberlo. Sólo espero que encontraran la muerte aquella misma noche, bajo la luz de la luna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario