lunes, 31 de julio de 2017

Chiquero

Por Juan Carlos Santillán.

No hay rostro. Es una informe masa sanguinolenta por la que asoman fragmentos de hueso. La boca está abierta, y entre los dientes podridos y los de oro no hay lengua. Al fondo del chiquero, los cerdos dormitan, satisfechos. El sheriff McGovern levanta la vista y contempla los gallinazos que vuelan en círculos, sólo por ver otra cosa.
—Cayó de espaldas al chiquero. Los cerdos están escuálidos, no los culpo —prosigue el alguacil Johnson—. Varias personas vieron al viejo venir del pueblo borracho como una cuba.
—Eso es raro, el viejo era abstemio. Y es más raro que haya caído dentro. La cerca es nueva.
—Ya sabe cómo son los borrachos. Y cuando no tienen la costumbre es peor.
—¿Dices que lo encontró el niño?
—Sí, es ése. Es... ya sabe....
—Tarado.
—Sí.
McGovern escupe a un lado. Lía un cigarrillo. Lo enciende y camina en dirección al tablón colgado de la rama del árbol, a modo de columpio.
—¿Pa' se va a poner bien?
Descolocado, el sheriff pierde el paso. El niño tiene la cabeza rapada y el rostro muy pálido. Sus ojos azules miran al frente sin expresión. McGovern se recompone y da una calada al cigarrillo.
—¿Cómo te llamas?
—Jeremy, señor.
—Jeremy, tu padre está muerto.
El niño baja la cabeza. Su cráneo está surcado por numerosas cicatrices. Observa el retrato de una niña que tiene entre las manos.
—¿Quién es?
—Ma'.
—¿No tienes un retrato de cuando era mayor?
—Así era cuando murió.
La voluta de humo flota entre ambos.
—¿Murió cuando naciste?
—Pa' dice que yo la maté.
—Tu «pa'» era un hijo de puta, Jeremy.
McGovern da media vuelta. Se encamina al pueblo. Y, una vez ahí, ingresa a la cantina.
—El viejo Barret ha muerto devorado por sus cerdos —dice, sin preámbulos—. Estaba borracho. Lo cual es muy extraño, porque ese viejo pervertido era un fanático mormón. — Repasa los rostros de los parroquianos y sentencia—: Alguien lo emborrachó. Y creo que fue a propósito.
Se hace el silencio por varios minutos. Aun el pianista calla.
—¿Y cómo iban a saber que los cerdos lo comerían? —pregunta al fin el cantinero.
—El camino a la entrada de la casa pasa por el chiquero —responde McGovern—. Barret había caído ya otras veces estando sobrio y había podido salir. Pero borracho es otra cosa.
—Pero tenía una cerca nueva.
—Lo sé.
—¿Y qué interés podía tener alguno de nosotros en matar a ese viejo loco? —pregunta un pelirrojo con pinta de buscapleitos. McGovern lo observa detenidamente.
—Varios lo odiaban por sus extrañas costumbres, Clyde —le responde—. Sabemos que era un viejo raro, abstemio y solitario, que no asistía al servicio religioso del reverendo Peters.
—¡Era un adorador de Satán! —exclama éste.
—Era mormón, reverendo.
—¡Exacto!
—Así que no faltaría un alma confundida que quisiera ganarse el cielo cargándose al viejo —sigue McGovern, dejando de prestar atención al reverendo—. En fin, era un viejo raro. Aun ahora me acabo de enterar de que la madre del chico era una niña.
—Una tarada.
Todos voltean a ver al viejo tuerto.
—¿La conocías, "Butch"? —pregunta McGovern.
—Era mi hija.
McGovern se lleva una mano al revólver. Pero reprime el impulso de dispararle.
—Barret y tú llegaron juntos al pueblo —recuerda.
—Hace ya diez años —contesta "Butch".
—Pero tu hija era una niña entonces, ¿cierto?
—Un desperdicio de criatura, igual que la madre.
El sheriff acaricia la empuñadura del arma.
—Es decir que el niño es tu nieto.
—Otro anormal, por lo que sé.
—A mi no me pareció así —dice McGovern. Pero luego da un resoplido y concede, soltando el arma—: Bueno, tal vez un poco.
—Es un demente —sentencia el viejo—. Todos ellos lo son. Tal vez tengan sangre irlandesa. La madre oía voces. Y la niña hablaba sola. Murió al parir. Sólo Dios sabe qué taras tiene el niño.
—Está maldito —tercia el reverendo.
—¿Vinieron de Utah? —pregunta McGovern a "Butch", ignorando de nuevo al reverendo—. ¿Eran mormones?
—Ya hablé demasiado por hoy —responde el viejo, reclinándose en su silla, y bebe un largo trago de la botella.
—¿La madre de la niña vive? —insiste el sheriff.
Pero el viejo permanece en silencio. McGovern sale de la cantina.
Al llegar a la granja vuelve a pasar junto al chiquero. El cuerpo del viejo Barret ha sido retirado. Los cerdos observan desde el fango. McGovern podría jurar que ve hambre en sus miradas. Encuentra al niño exactamente en el mismo lugar y en la misma postura en la que lo dejó. Le parece más pequeño ahora.
—Era muy bonita —dice el sheriff, mirando el retrato, por decir cualquier cosa.
El niño permanece en silencio, con la cabeza baja. En algunas partes de su cráneo mal afeitado crecen mechones de cabello pajizo, que hace contraste con el rojo oscuro de las cicatrices. McGovern carraspea. Lía otro cigarrillo.
—¿Es la única foto que tienes de ella?
El silencio persiste. Sólo se oye el viento, las aves y, a lo lejos, el gruñido de los cerdos. McGovern resopla. Enciende el cigarrillo y arroja el humo.
—De repente se volvieron todos mudos —dice.
—Es que usted no sabe escuchar —susurra el niño.
—¿Cómo dices?
—Nunca se callan. —El niño apenas levanta la voz lo suficiente para que sea audible—. En realidad, no se callan nunca.
Se lleva las manos a las orejas y las oprime con fuerza, sin variar la expresión ausente de su rostro. McGovern queda estupefacto durante algunos segundos. Finalmente, se acuclilla para recoger el retrato que cayó y lo muestra al niño.
—¿Ella te habla?
El niño retira las manos. McGovern nota que las uñas están mordidas hasta la raíz. Gruesos coágulos cubren varias de ellas.
—¿Ella te habla? —repite.
El niño levanta el rostro. Negruzcas ojeras rodean sus grandes ojos de color azul celeste. Las aletas de la nariz están muy abiertas. La pequeña boca sin labios se mueve una vez más.
—No —responde el niño—. Ella sólo grita.
—¿Quién...? —Empieza a preguntar McGovern. Intenta tragar saliva, pero siente la garganta reseca—. ¿Quién te habla, Jeremy?
Lentamente, el niño levanta un brazo enjuto con el índice extendido. McGovern gira la cabeza siguiendo la dirección indicada. El chiquero, como lo suponía. Voltea a ver de nuevo al niño.
—¿Qué hay ahí, Jeremy?
El niño permanece en silencio, señalando el chiquero. McGovern se encamina hacia allá. Los cerdos, que retozaban despreocupados, empiezan a gruñir al verlo llegar. McGovern vuelve a mirar para atrás.
—¿Qué hay ahí? —repite.
Desde el ya distante columpio, el niño sigue señalando al chiquero. McGovern sigue caminando. Junto a la cerca se encuentran tiradas varias herramientas que seguramente empleó el viejo Barret para construirla. También hay una pala embarrada. McGovern ojea el fango. Levanta la voz para que el niño lo oiga.
—Jeremy —dice, volteando—, ¿qué...?
La pala lo impacta de lleno con gran fuerza, aplastándole la nariz. Su rostro queda cubierto de sangre. Intenta coger su arma. Pero esta vez el canto de metal golpea su mano. El arma se pierde en la masa pestilente.
—¡Jeremy...!
No termina la frase. El último golpe le da en el la espalda, con un ruido de huesos rotos. Cae de bruces en el fango. No puede mover las piernas ni los brazos. Logra levantar la cabeza lo suficiente para respirar.
—¡Jeremy!
Lo último que ve al girar con esfuerzo la cabeza a un lado es el rostro del niño, que lo observa con su expresión ausente, de pie junto a la cerca con las manos pegadas al cuerpo. Está muy lejos del columpio, piensa confusamente McGovern. Y la pala está muy lejos de él.
—Todos gritan —susurra el niño.
Detrás, se oyen los cerdos que empiezan a acercarse, hambrientos una vez más.


- FIN -

Consigna: Título: (Sin título). Western en el que un viejo se emborracha cerca de su granja, se cae en el chiquero y los cerdos se lo comen.



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