jueves, 4 de mayo de 2017

Final por Flander furiosito

Seudónimo: Flander furiosito
    Autora: Ángela Eastwood


    Con los vellos erizados Ángela lo abrió por la primera página y leyó en silencio:
6 de diciembre:
“Mamá tiene un nuevo novio. A mí no me gusta porque huele demasiado a colonia y siempre lleva el pelo aplastado; tampoco me gustan esos bigotes tiesos como ratas muertas. El otro día me mofé de ellos y me arreó un bofetón que me hizo sangrar los labios. Mamá no estaba, pero hubiera dado igual, ella nunca ve nada porque solo tiene ojos para su amante. Cuando ella está presente, él me sube sobre su regazo y me acaricia el pelo,  me hace trenzas y se inventa apodos dulces, que me va susurrando muy bajito al oído. Pedacito de bizcocho. Pechitos de miel. Mamá nos mira y ríe feliz y enamorada. Cuánto te quiere, Ángela —me dice—, tu nuevo papá te adora, no sabes la suerte que tienes. La odio, la odio con toda mi alma porque no quiere ver. Ojalá se mueran los dos”
—¿Por qué está aquí tú viejo diario? ¡Ángela! ¡Maldita sea! ¿Qué mierda es esta? ¡Joder!
Carmen zarandeó a su amiga, pero viendo que no reaccionaba le arrancó el viejo libro de las manos y continuó leyendo:
“Mamá ha comprado una vieja mansión con el dinero que nos dejó papá. La llaman la casa de las muñecas. Dice que es victoriana, hermosa, con una gran fuente de piedra y que los cristales de las ventanas son de colores; que cuando el sol se refleja en ellos las estancias parecen irreales, de cuento. Parece que le ha salido casi regalada. Yo no quiero irme de aquí, donde tan dichosa fui con papá cuando estaba vivo, pero ella dice que allí seremos muy felices, y que me ha preparado la mejor habitación, donde podré escribir mis cuentitos sin que nadie me moleste”.
—¿Tú viviste aquí? ¿Nos has traído tú a este puto infierno? ¿Tú eres la jodida escritora que hizo el pacto con la madre de esa víbora? ¡Pero cómo! ¡Si ya estaba muerta! ¿Y por qué?  —Carmen sintió que se le doblaban las piernas. El efecto de la morfina se iba pasando y la realidad resultaba espantosa.
Ángela no contestó. Recordó el día que llegaron a la casa, el frío que sintió al subir las escaleras que llevaban a aquel cuarto infantil. Su madre le dijo que no habían querido tocar nada, porque les pareció ideal. La habitación perteneció a una niña preciosa, llamada Anabel.
Ángela no vio a Carmen lanzar con rabia el diario y salir renqueando, desesperada. No vio tampoco como, creyendo a Sergio desahuciado, lo abandonó, medio ciego y sangrante;  ni cómo Raúl, en otro lado, cubría el cuerpo rígido de Roberto con su chaqueta, para que no tuviera frío allí donde fuera. No los vio montar en el coche y salir a toda velocidad. Todo daba igual. El asunto era entre la niña y ella.
La primera noche en la nueva casa, Ángela no pudo dormir. No temía a los fantasmas, tampoco a los monstruos, solo rezaba porque aquellos asquerosos dedos sucios de su padrastro no le arrancaran la manta. Como no creía en los fantasmas no supo cómo gestionar la aparición de aquella hermosa mujer que se sentó en el filo de su cama. Brillaba como un ángel.
—Va a venir, lo sabes —advirtió con una voz que parecía venir de muy lejos—. Llegará arrastrándose como lo que es: un gusano. Empujará la puerta conteniendo el aliento para que tu madre no despierte y se acercará luego, sigiloso, para que no grites. Pero tú ya no gritas ¿Para qué? Si nadie te oye, si nadie quiere oírte. Luego, apretando su miembro erecto contra la tela de tus braguitas, te susurrará palabras obscenas al oído mientras busca tus diminutos pechos bajo el pijama. Aún no se atreve a más, pero lo adivino encendido, casi loco de deseo. No va a tardar, ya no puede contenerse casi. Pero si haces algo por mí no vendrá más. Después de prometerlo, chasquearé los dedos y no recordarás nada, solo mi encargo.
Ángela escuchó la propuesta y aceptó aquel trato. Luego se acurrucó, tranquila, y por primera vez en mucho tiempo cerró los ojos sin miedo.
—¡Carmen! ¡No podemos dejar a Sergio allí! Demos la vuelta —exclamó Raúl, arrepentido.
—¡Maldita sea, Raúl! Ángela es la culpable de todo, Roberto a muerto por su culpa y Sergio agonizaba. La lucha es entre ellas dos. No arriesgaré mi vida por una par de culebras venenosas.
Ajeno a la lucha interna de sus amigos huidos, Sergio se incorporó muy despacio conteniendo las náuseas. Le dolía horrores la cabeza. Se tocó el rostro y allí seguía el jodido lápiz. Recordó cómo ella lo había hundido un poco más y no entendía cómo podía aún seguir vivo. Una carcajada le hizo estremecer. ¡La niña! Ya conocía demasiado su risa. ¿A quién le hablaba? Se acercó despacio a la habitación infantil y miró con su único ojo ¡Dios! Las piernas le temblaron y contuvo un sollozo. Su amiga, con la ropa hecha jirones, colgaba de la pared. Grandes clavos en sus palmas la mantenían sujeta y la sangre brotaba a borbotones bajando hasta sus pies desnudos. La niña del lazo azul, sentadita en el suelo, la miraba divertida.
—Ahora, así quietecita, me contarás con detalle qué diablos te dijo mi madre. Por cada mentira que me cuentes obtendrás, como premio, otro clavo.
—Tu madre era mala, del mismo modo que la mía era sorda y ciega, Anabel —alcanzó a susurrar Ángela, con las escasas fuerzas de que disponía—. Yo solo quería dormir tranquila. Ella confesó que tú la mataste de una forma salvaje y después, lejos de sentir algún tipo de remordimiento seguiste viviendo ajena al mal causado. No pagaste por el crimen. Me dijo: cuenta la historia de Anabel. Atrápala entre tus letras para que no pueda descansar en paz y te juro que ese padrastro tuyo jamás pondrá de nuevo los dedos sobre ti. Hazlo.  Escríbelo, sin miedo, sin remordimientos. No te preocupes: luego lo olvidarás todo, pensarás que es una historia salida de tu imaginación de escritora.
Sergio abrió la boca de puro pasmo. “Sin remordimientos”. Ese era el título de un libro que Ángela llevaba siempre en su maleta. Debía pensar, rápido. Abajo se escucharon pasos e intuyó que sus amigos habían vuelto. ¡Debía avisarles!
—¡El libro! —exclamó cuando estuvieron juntos—. ¡La niña está encerrada entre sus letras! Esas que Ángela escribió bajo un seudónimo. Hay que buscarlo y destruirlo. Si lo hacemos, la niña, que no es más que un personaje, desaparecerá.
La cabeza de Anabel giró ciento ochenta grados. Olió el peligro y se levantó de un salto. Encontró a Sergio agonizando en el suelo y le hundió el lápiz hasta el fondo. Plop. Luego corrió escaleras abajo, oteando el aire como un perro que busca su presa. Carmen y Raúl registraban furiosos la maleta de su amiga. ¿Dónde estaba el maldito libro? Raúl sacó su navaja y rajó la maleta y un volumen manoseado cayó al suelo. “Sin remordimientos”, firmado por F.F.
—¡Aquí está! —aulló de alegría.
—Déjamelo a mí, por favor  —suplicó Carmen, con los ojos enfebrecidos de dolor.
La primera hoja arrancada hizo retroceder a la niña. En sus ojos se adivinó de pronto un espanto desconocido. La segunda borró un poco sus mejillas y desdibujó sus labios. La tercera logró hacer tambalear sus piernas y la cuarta la hizo caer al suelo. Carmen arrancó una más y la niña gritó de dolor. Una mano desapareció. Otra hoja y la otra mano. Luego sus zapatitos de charol. Carmen arrancó otra más y la estrujó entre sus dedos, con rabia, con un placer fiero. La niña se llevó las manos al corazón, sintiendo justo allí las uñas de Carmen. Carmen, que sonreía y sonreía a medida que arrancaba las páginas de aquel libro, que no era un libro, sino una cárcel.
—¿Quieres poner el punto final, Raúl? —preguntó socarrona.
—Será un placer —dijo Raúl.
Raúl miró la última página. La acarició con los dedos y comenzó a romperla muy despacio, mirando a la niña a los ojos, sin parpadear. Cuando la página quedó totalmente desprendida, un lazo azul realizó una graciosa maniobra en el aire, para posarse, al fin, delicadamente en el suelo.
—Chicas  —dijo Raúl conduciendo—,  no más casas encantadas ¿De acuerdo? Al menos en un tiempo.

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