miércoles, 1 de marzo de 2017

Velado

Seudónimo: 3,2,1 ¡Despierta!
Autora: Nieves Muñoz

La flor se había tornado roja por la tierra empapada en sangre. El hombre se acuclilló, se quitó el sombrero de ala ancha, cogió un poco de aquel barro espeso y se lo llevó a la boca. Paladeó el sabor a metal y algo más, lo que le confirmaba que ella había pasado por allí, que el rastro era el correcto. Saboreó los restos de líquido amniótico y maldijo por lo bajo. Lo había hecho, se había atrevido a llegar hasta el final y ahora él debía cumplir con su deber: tendría que matarlos a los dos.
Sacudió la cabeza y el cabello largo cubrió sus ojos. Se permitió un momento para llorarles. Luego apartó los mechones de un manotazo y se caló el sombrero de nuevo. Debía darse prisa porque las primeras estrellas titilaban ya en el cielo añil. Ajustó su capa hasta que le cubrió el cuello para protegerse de aquel viento que le azotó de pronto, como si el filo de un cuchillo tanteara el perfil de su cuerpo. Cerró los ojos. Había calma cuando inició la persecución. «¿Será ella la que envía el viento?», pensó de forma fugaz, «¿O será él, que tras haberse librado del velo…?». Un temblor le sacudió los hombros y la urgencia le atenazó la garganta.
Corrió. Sus tobillos zozobraban al pisar las piedras, y las ramas de los arbustos se le enredaban alrededor de ellos como si quisieran retrasarle. El hombre ya no sabía si se estaba volviendo loco o las leyendas eran ciertas y la ley que él debía cumplir la habían dictado por ese motivo: para protegerles de «eso».
Un dolor sordo en el pecho por el esfuerzo de la carrera se unió al que sentía en la nuca. Le habían cogido desprevenido y la partera le había golpeado con un jarro de agua mientras él balbucía al ver el producto de la larga agonía de su esposa. La anciana había actuado a sabiendas de que él respetaría la ley, aunque debía reconocer que en aquel momento, la duda le había paralizado. Era su mujer la que yacía en esa cama; era su hijo, silente, el envuelto en el velo.
La noche cubrió cada línea con una sombra y ocultó las formas reales del bosque. Bien podían ser espíritus u hombres, animales salvajes o árboles centenarios. El aullido de un lobo rasgó el viento y se dividió en varias voces que se fueron superponiendo, rebotando en un eco que llegaba de todas direcciones, y al final, como una nota lejana y amenazante, le pareció escuchar el llanto de un niño.


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