martes, 20 de septiembre de 2016

Comer sandía


¡Qué planta tan deliciosa la sandía! Cuando mejor sabe su fruto es a finales de verano, cuando el sol ha terminado de tostar su piel y ha calentado tiernamente su interior, macerando así sus jugos. Esto evoca en mí recuerdos, de cuando niño.

«La sandía no es fruta, es planta». Acude a mi memoria la risita estúpida de Manolita, la niña de las tetas grande de primaria. Ella no sabía distinguir entre fruta, planta, hortaliza o sembradío; y a pesar de ello, era una maestra excepcional en el arte de comer sandía. Nos escabullíamos rápido al salir de clase, prestos a comer sandía en las esquinas, en los campos, o al resguardo del malecón. ¡Qué recuerdos! En esos tiempos se forjó en mi mente el ideal de la sandía como la fruta de mis amores.

Todo mi vigor se renueva cuando huelo ante mí una buena sandía; pero no soy de esos que gustan de sandías grandes, no, me deleito con las chiquitas, pues en su interior la pulpa es más jugosa e indudablemente sabe mucho más dulce al paladar.

Sandía jovencita de mis amores: suave, jugosa y dulce.

Como ahora, que dispongo de una sandía joven y gozosa ante mí. Me quedo parado, esperando, ¿por qué? Simplemente espero. Es el deleite del cazador recrearse ante su presa, encantarse justo en ese momento previo al jugueteo, antes de zambullirse a juguetear con la lengua entre los pliegues de las hendiduras, tan húmedas, tan dulces, tan tiernas, de la sandía. ¿Por qué algún Dios creó en el universo sustancia tan lujuriosa? Acaso, ¿para hacer que hombres débiles como yo vieran flaquear sus fuerzas ante su visión? Yo, pobre de mí, que tiemblo ante el solo pensamiento de su pepita y su carne jugosa.

Ya ha pasado el tiempo de la anhelante espera, acerco gozoso mi cara a la fruta, mi lengua se adelanta como la exploradora de una tropa, pero antes, mi nariz huele el embriagador perfume, la planta desprende un vaho mágico de eróticas ensoñaciones.Y muerdo un poquito la sandía, pero solo un poquito... ¡Qué temblor! Ha quedado mi marca en la fruta, una dentada bien marcada en la zona pulposa y roja. No es culpa mía, es el verano, que le abre más los poros a la pobre fruta. Entre calores, sudores, agua fría, que delicioso tiempo este, el tiempo de comer sandía. Sí, sobre todo en verano, cuando el calor azota el paladar, y todo tu cuerpo te pide a gritos lo siguiente: «¡Por favor, dejadme saciar esta cruenta sed que llevo en mis entrañas!».

Rezuma agua divina esta fruta querida. Sí, sí que la rezuma. Pues rezúmala hasta quedarte seca. ¿Cómo puedes estar tan rica cabrona? ¡Ais! Calma. Calma. Me digo a mí mismo. Y mientras me planteo si dejar de discutir conmigo, en este apasionado soliloquio, me sujeto la frente con una mano, para detener la succión de mi frenética lengua. Cálmate, por Dios, basta ya de insultos.

Pero no puedo parar, ahora mis manos engarzan la fruta como las garras de una arpía. La agarró lujurioso entre mis extremidades, mis falanges adquieren la forma de un cuenco, una suerte de prodigiosas tenazas que no sueltan la presa, y sorbo hacía mí, como si fuera un cáliz de lo divino, con este líquido sagrado que me enloquece. Y este sorber, debe llevarse a cabo como a cada cual le plazca, ese es el mejor consejo para comer sandía, disfrutarla al antojo de uno. En mi caso, son mis labios los máximos hacedores de tal recreación, se acurrucan instintivamente formando una gigantesca O alrededor del pequeño centro de la planta. Sorbo. Sorbo. Mis labios sorben... pero, ¿dónde está el néctar tan sabroso? ¿dónde está mí ambrosía que se me escapa por momentos?

Me asalta una duda, ¿lo estaré haciendo bien? ¿Hay algo que no funciona?
«Sabes que no estás comiendo bien la sandía, si el jugo no te rezuma por la barbilla».
Eso es, eso decía mi padre, el jugo debe llegar a la barbilla. Lastimoso defecto el de los jóvenes de no escuchar y aprender de sus mayores. Cuanta sabiduría esconden los viejos comedores de sandía.

Mis desvelos aflojan la presa. La sandía se mueve nerviosa entre mis manos. Tanto pensar, y ando despreocupado de ella, debo atenazarla nuevamente con brío, que sepa quién es él que se la come, no se vaya a escapar a este lujurioso abrazo entre lengua y barbilla. Rápido no, lento, estúpido, la sandía debe saborearse lenta, las prisas laceran el interior de la pulpa, rojiza y carnosa.

Es tiempo de recrearse en la pepita, sí, esta peculiar sandía solo posee una pepita. Una única pepita negra, pequeñita, resbaladiza como lo es todo su contorno, una pepita que es la antítesis de la aburrición más vulgar, y de la que mi lengua, con mucho gusto, juguetea recreándose en su dureza de semilla.

¡Ah, hábil herramienta mía! Sí mi lengua fuera cerebro, ¿qué no sería capaz de hacer? ¡Qué hábil recorre ella todo el camino! Desde los pliegues, pasando por las hendiduras, llegando hasta la pepita. Ahora si bebo agua fresca, chorrea toda ella en mi barbilla. Y mi saliva, fundiéndose en un cóctel afrodisíaco con la pepita y el agua de vida. La fruta está completamente abierta, se acabó el tiempo de los mordiscos, demasiada brusquedad para tan tierna fruta.

Pequeña simiente, no te agotes tan temprano, pronto te lameré un poquito más, y veremos si tu cuenco está hecho para el deleite de los sentidos. Juguetea mi lengua con la pequeña simiente, y sigue ella, la puntita de mi lengua, juguetona como siempre, pero no quiere salir la pepita. ¿Acaso esta dolorida la pepita? ¿se niega a salir? Lamo. Lame, estúpido. Lamo. Lamo. Lamo.

Ya veo ahora, que el fruto de mis esfuerzos, comienza a dar el ansiado éxito de mis anhelos, entre los pliegues de debajo de la pepita, de esta pepita ya madura para ser disfrutada, surge un néctar. ¡Qué rico! ¡Qué delicioso! Pero claro, es una fruta joven, apenas cuenta con un tiempo de maduración suficiente, y como los duraznos jóvenes, que aún no les sale el vello, disfrutar de este placer requiere tino, anhelo, pasión, delicadeza, paciencia, y ternura, siempre ternura. Una díscola ternura embriagadora que haga aflorar la simiente de esta chiquitita fruta.

Y más lengua. ¡Ja! Siempre más lengua.
Y ella lo sabe, mi lengua, la cual vuelve voraz en esta locura del eterno retorno a la búsqueda de la simiente de tan ansiada fruta.

«Para, por Dios, o mañana no habrá sandía, es demasiado chica», pienso, o ¿acaso lo he dicho en voz alta? La locura del devorador de sandía no conoce límites. Y tampoco puedo achacarle a la fruta la culpa de su despertar tardío, su maduración llega a la edad que llega, como la época de los almendros en flor que florecen cuando les viene en gana. Aprovecha este momento, déjate disfrutar un poco más, date este gozo, que a nadie le hace daño, los manjares de la tierra están para ser disfrutados.

Suspiros. Jadeos.

¡Qué manjar tan delicioso! Así me gusta la sandía, con todo su néctar en la barbilla.

«Mal rayo me parta, yo quiero morir entre los pliegues de esta Sandía».

—Profesor —me dice María sofocada por el calor estival, mientras se recoge la faldita con vergüenza—, ya está bien de comer tanta sandía. Tenemos que entrar a clase.
—Claro, María, siempre tan atenta. Pero querida —le acerco la mano lentamente a la faldita—, ¿qué tienes aquí? ¿una mancha en la faldita?
—Sí, debe ser de la sandía.
—No pasa nada.
—¿Seguro?
—Sí, pronto seca.
—¿Sabe profesor? Está muy rico verle comer sandía.
Río. Y ríe también María.
—Ya comeremos sandía en otra ocasión —Pero es una mentira que me cuento a mí mismo, un viejo y exhausto profesor, y le pellizco con lujuria la mejilla a María. Ella ríe con avergonzada coquetería, su sonrisa es el fin del verano, y con ese tímido ocaso acaban los calores estivales, las frutas veraniegas, y como no, el comer sandía.


– FIN –

Consigna: Escribir un relato erótico (no pornográfico).

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