Por Robe Ferrer.
Hola.
Hola.
Hace tiempo
en tu carta me decías adiós, y yo respetuoso la tiré. Creo que ponía algo
especial, algo que no pude ni leer.
Palabras
que sangran, ojos que lloran y de repente… El vacío. La nada. El todo. El
infinito.
Hablabas de
espacio y de tiempo, como si de una clase de física se tratara. Espacio era lo
que nos sobraba y tiempo lo que no teníamos. Ahora me he dado cuenta de que
cada minuto que pasábamos juntos era un minuto perdido de mi vida y de que cada
metro que me acercaba a ti era un metro que me alejaba de lo realmente
importante
Tenía la
sensación brutal de estarme equivocando: tú me decías ven y yo me iba
arrastrando. Hasta que decidiste dejarlo. Y el tiempo (ese tiempo que me
pedías) me ha dado la razón (esa razón que tú siempre quería tener).
Desde que
has dejado de respirar el aire que tanto te soplé, habrás entendido el porqué
te lloré. Debería ser pecado el que no estés, pero es un pecado mortal que
hayas estado. Mi vida era un juego de azar en el que tuve que aprender a perder
una y otra vez.
Busco entre
las sombras y no veo tu olor. Ese olor dulce como el de la hierba fresca recién
cortada. Para olvidarme de ti planto una casa, construyo un árbol y peino mis
sonrisas; esas sonrisas que nunca volverán a ser mías porque se pierden en la
nada.
Y el sol.
Sol, déjame en paz, la luna me ilumina, y en esta ruina que es mi vida entra la
claridad. Ese sol desestructurado que sale por el oeste y se esconde por el
sur. Sabe bien cuales han sido tus pasos y no quiere seguirlos por miedo a
perderse, igual que tú. Dios intenta morderme. El dolor es insoportable pero
las cosquillas de las hormigas palian mis sufrimientos.
Han pasado
los años y he conseguido escapar de las nubes que me susurraban tu nombre cada
amanecer y lo olvidaban al ponerse el sol. Aquel sol que no quiso seguir tus
pasos pero que a mí me los recuerda cada día.
Desde la
soledad de mi habitación, con una sola ventana enrejada que enfoca a la ciudad
veo dibujadas en los edificios todas las palabras que me dijiste antes de tu
marcha: “No sufras, que el tiempo todo lo
cura”.
Sin
embargo, ahora… Ahora las cosas son distintas. Las arañas ya no trepan por las
paredes de mi corazón cada vez que otro te nombra. Porque sintigo lo mío es lo
mío, lo mismo es lo distinto. Y tú. Y tú dejaste de aparecer en mis sueños para
aparecer en mis pesadillas, en las que vienes a robarme mi felicidad. Y cada
mañana al despertar gritaba “¡qué te lleven los demonios!” para añadir en voz
más baja “lejos de mi cabeza”, Y pasadas quinientas noches de desvelo
atormentado por tu adiós, por fin saliste de mi mente.
Desde que
estoy sintigo los días tienen otro color y las cosas parecen brillar. He
descubierto la verdadera felicidad. Mis ojos se muestran con otra luz y la
gente me dice que tengo la mirada de estar enamorado. Sintigo la vida es más
hermosa y todo es más alegre.
Por último
decirte que tenías razón con lo que me dijiste
El tiempo
todo lo cura. El tiempo, todo locura.
Atentamente, nunca tuyo.
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