martes, 16 de agosto de 2016

Sintigo (divagaciones de un cuerdo)

Por Robe Ferrer.

                Hola.
Hace tiempo en tu carta me decías adiós, y yo respetuoso la tiré. Creo que ponía algo especial, algo que no pude ni leer.
Palabras que sangran, ojos que lloran y de repente… El vacío. La nada. El todo. El infinito.
Hablabas de espacio y de tiempo, como si de una clase de física se tratara. Espacio era lo que nos sobraba y tiempo lo que no teníamos. Ahora me he dado cuenta de que cada minuto que pasábamos juntos era un minuto perdido de mi vida y de que cada metro que me acercaba a ti era un metro que me alejaba de lo realmente importante
Tenía la sensación brutal de estarme equivocando: tú me decías ven y yo me iba arrastrando. Hasta que decidiste dejarlo. Y el tiempo (ese tiempo que me pedías) me ha dado la razón (esa razón que tú siempre quería tener).
Desde que has dejado de respirar el aire que tanto te soplé, habrás entendido el porqué te lloré. Debería ser pecado el que no estés, pero es un pecado mortal que hayas estado. Mi vida era un juego de azar en el que tuve que aprender a perder una y otra vez.
Busco entre las sombras y no veo tu olor. Ese olor dulce como el de la hierba fresca recién cortada. Para olvidarme de ti planto una casa, construyo un árbol y peino mis sonrisas; esas sonrisas que nunca volverán a ser mías porque se pierden en la nada.
Y el sol. Sol, déjame en paz, la luna me ilumina, y en esta ruina que es mi vida entra la claridad. Ese sol desestructurado que sale por el oeste y se esconde por el sur. Sabe bien cuales han sido tus pasos y no quiere seguirlos por miedo a perderse, igual que tú. Dios intenta morderme. El dolor es insoportable pero las cosquillas de las hormigas palian mis sufrimientos.
Han pasado los años y he conseguido escapar de las nubes que me susurraban tu nombre cada amanecer y lo olvidaban al ponerse el sol. Aquel sol que no quiso seguir tus pasos pero que a mí me los recuerda cada día.
Desde la soledad de mi habitación, con una sola ventana enrejada que enfoca a la ciudad veo dibujadas en los edificios todas las palabras que me dijiste antes de tu marcha: “No sufras, que el tiempo todo lo cura”.
Sin embargo, ahora… Ahora las cosas son distintas. Las arañas ya no trepan por las paredes de mi corazón cada vez que otro te nombra. Porque sintigo lo mío es lo mío, lo mismo es lo distinto. Y tú. Y tú dejaste de aparecer en mis sueños para aparecer en mis pesadillas, en las que vienes a robarme mi felicidad. Y cada mañana al despertar gritaba “¡qué te lleven los demonios!” para añadir en voz más baja “lejos de mi cabeza”, Y pasadas quinientas noches de desvelo atormentado por tu adiós, por fin saliste de mi mente.
Desde que estoy sintigo los días tienen otro color y las cosas parecen brillar. He descubierto la verdadera felicidad. Mis ojos se muestran con otra luz y la gente me dice que tengo la mirada de estar enamorado. Sintigo la vida es más hermosa y todo es más alegre.
Por último decirte que tenías razón con lo que me dijiste
El tiempo todo lo cura. El tiempo, todo locura.
Atentamente, nunca tuyo.

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