Por Carmen Gutiérrez.
En cuanto se abrió la puerta de su cuarto, Constanza confirmó que enviar aquella carta había sido un error. La historia la recordaría como una hermosa doncella atrapada en medio de una guerra sin sentido y no como la hija de puta que era.
En cuanto se abrió la puerta de su cuarto, Constanza confirmó que enviar aquella carta había sido un error. La historia la recordaría como una hermosa doncella atrapada en medio de una guerra sin sentido y no como la hija de puta que era.
Vio a Valentín Aguirre en el
umbral de la puerta con la camisa manchada de sangre, las botas llenas de lodo
y el arma desenfundada. Respiraba agitadamente, tenía los ojos desencajados
pero no dijo nada. La miró con desprecio y entró. Ella se dejó caer de rodillas
en un acto suplicante, lo único inteligente que había hecho en los últimos
meses.
—Todos
me dijeron que eras una puta —dijo con
sequedad.
Constanza trató de decir algo
pero solo pudo balbucear.
—Te
dejé entrar en mi campamento, cenaste con nosotros, cantaste con nosotros y te
hice mía. Algunos de la tropa me dijeron que coqueteabas con todos, que
dormiste con muchos y yo…¿sabes qué hice? Los fusilé, a cada uno de mis
hermanos de guerra… todo por una puta.
—No
soy una puta —dijo ella por fin con un toque
de orgullo— Soy Constanza Marín, hija del
gobernador de Piedras Negras.
—La
hija del gobernador…a ese lo acabo de sentenciar a muerte. Será fusilado al
amanecer, pero antes le enseñaré esto, para que sepa la clase de puta que lleva
su apellido.
Lanzó al piso un montón de
cartas. Constanza reconoció su letra en cada una de ellas.
—Después
de fusilar a mis amigos llegó esta —sacó
un pliego arrugado y más gastado que las otras cartas-. La que le mandaste a mi
mejor amigo, a mi carnal Federico Mosqueda. Llegó justo cuando quitábamos su
cuerpo del campo.
Constanza no dijo nada.
Conocía muy bien el contenido de la misiva y sabía que no podría decir nada que
mejorase la situación. Cerró los ojos cuando Valentín comenzó a leer.
—…las
noches que pasamos juntos, amado Federico, son las mejores de mi vida. Sólo
junto a ti he podido conocer el amor y el placer…—Valentín
se acercó un poco más-, y encontré las otras.
Pateó el montón que seguía
tirado en el suelo. Constanza se encogió de miedo. Él se acercó a ella y la
tomó del cabello arrastrándola por el piso con una violencia desmedida, con la
furia que invade el cuerpo, el alma y los pensamientos de un hombre herido,
señal de que el amor que había sentido por ella se le estaba pudriendo en el
pecho.
Valentín Aguirre, el
revolucionario. Conocido en todo el norte por ser el más educado y respetuoso
de sus colegas. El que exigía a sus hombres que respetasen a las familias de
sus enemigos, el que siempre hacía juicios justos, el que nunca antes había
atacado con otro sentimiento que no fuera el del deseo de la libertad estaba
ahora fuera de control. Los dos guardias que dejó custodiando la puerta se
miraron asombrados al escucharlo gritar y gemir de rabia por encima de los
gritos de dolor de Constanza.
—¡Juan
Felipe! ¡Marcos Serdán! ¡Pedro Loza! ¡Emilio Valles! ¡Federico Mosqueda! —con cada nombre le asestaba un golpe al rostro que
muchas veces cubrió de besos hasta el amanecer—
¡Todos eran mis amigos! ¡Te revolcaste con todos mientras me decías que me
amabas!
—Ellos
eran hombres, tu no —dijo
Constanza Marín antes de morir de un balazo en la frente.
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