Por Paloma Celada Rodríguez.
Todo está oscuro, no veo nada, intento abrir más los ojos pero es imposible. La oscuridad es total.
Todo está oscuro, no veo nada, intento abrir más los ojos pero es imposible. La oscuridad es total.
Ya que no tengo el sentido de la
vista me dispongo a utilizar el del tacto para conseguir información. Empiezo a
tocar a mi alrededor y siento entre mis manos pequeños fragmentos de algo
redondeado y duro, como granos.
No sé dónde estoy, no sé ni cuándo
ni cómo llegué aquí. Estoy desorientado y algo asustado. No sé qué me pasa. Me
siento indefenso y empiezo a entrar en pánico.
Es entonces cuando intento gritar
y me doy cuenta de que no tengo voz. Tampoco puedo hablar. Ahora pienso que
quizás tampoco puedo oír pues el silencio es absoluto, pero esto no sé si es
debido a una posible sordera o porque en el lugar donde me hallo no hay nada,
absolutamente nada, ni siquiera ruido.
Bueno, nada no, algo hay, algo granuloso
y duro que se queda pegado a mis manos.
Parpadeo varias veces pero la
oscuridad permanece y el silencio también. Pero el silencio deja de existir en
cuanto percibo un ligero ruido que mi cerebro procesa como el de una
respiración. Me siento aliviado pues compruebo que no he perdido la capacidad
de oír. Pero ese alivio es muy fugaz ya que esa respiración me informa de que
no estoy solo y que lo que quiera que sea que está conmigo es algo que tiene vida.
No sé si moverme o permanecer
quieto. Si me muevo puede que “eso” se dé cuenta de mi presencia. O quizás ya
sabe que yo estoy ahí, con él, con ella, con eso.
Antes de saber qué hacer ante
esta revelación vuelvo a oír otro ruido, en esta ocasión es una especie de
chasquido. El chasquido viene seguido del chirrido de algún engranaje oxidado
pues el ruido es como el que hace al abrirse una puerta mal engrasada.
Y eso es precisamente lo que
ocurre. Una puerta empieza a abrirse. A través de la abertura se filtra un
tenue rayo de luz que ilumina débilmente la estancia. Una vez más siento alivio
al comprobar que no he perdido el sentido de la vista. Un alivio igualmente de fugaz
que el sentido al oír aquella respiración, pues en cuanto mis ojos empiezan a
captar imágenes veo unos extraños bultos que comienzan a moverse ligeramente.
Cuento y son siete, además creo
que me miran, no veo sus ojos –ni siquiera sé si los tienen- pero un sexto
sentido me dice que yo soy el objeto de su atención. Yo también los miro aunque
no sé muy bien qué estoy viendo exactamente.
De repente uno de esos bultos se
mueve hacia mí, y es entonces cuando se pone en el trayecto del haz de luz que
se cuela por la rendija de la puerta abierta. Es un niño, o al menos es alguien
muy bajito, tiene el pelo enmarañado y sus cabellos desprenden un halo extraño,
no sé si por efecto de la luz que le incide en la espalda o porque emana algún
tipo de radiación.
Como está a contraluz sigo sin
ver su rostro pero esta vez creo percibir cierto brillo que parte de lo que
creo son sus ojos. No puedo moverme, estoy asustado e intrigado a partes
iguales.
Al mismo tiempo compruebo, tras
desviar mi vista de ese ser que se me presenta, que el material previamente
tocado por mis manos son granos, son granos de algún tipo de cereal pero no sé
cuál exactamente y también hay paja. ¿Estoy en un establo? No lo creo, si ese
fuera el lugar donde se guardan animales habría algún olor indicativo y la
verdad es que no huelo a nada. Pero, a estas alturas, soy consciente de que no
me puedo fiar de mi capacidad sensorial.
Creo que estoy en un granero. Eso
es. Pero ¿qué diablos hago yo en un granero y cómo he llegado hasta aquí?
Uno de los bultos, el que se
acerca hacia mí se queda mirándome o eso creo porque sigo sin ver bien sus
ojos. Los otros seis bultos comienzan a moverse y se dirigen hasta donde yo
estoy.
El primero en desplazarse está ya
tan cerca que siento su aliento en mi cara, ya no sólo le oigo respirar, ahora
también puedo sentir en mi piel su hálito. Creo percibir un mayor ritmo
respiratorio pero ya no sé si es el de él o es el mío propio. Lo que sí aumenta
su frecuencia son mis pulsaciones cardiacas.
Estoy asustado pero sigo sin
poder moverme. Al mismo tiempo la puerta que empezó a entreabrirse se ha
abierto completamente y la luz que deja pasar me permite concretar más lo que
estoy viendo.
El ser que se ha acercado a mí es
un niño y sus otros seis compañeros, de momento más rezagados, también. Además
tienen el pelo de un color anaranjado y en completo desorden.
Ese peinado desaliñado les da un
aspecto de abandono aunque no parecen mal cuidados. Sus rostros reflejan
serenidad y sus miradas, ahora sí puedo ver sus ojos, son de curiosidad. Creo
que curiosidad hacia mí. Uno de ellos ladea la cabeza como mostrando más a las
claras su interés.
El más adelantado extiende el
brazo y pretende tocarme, instintivamente intento apartarme pero sigo sin poder
moverme. No sé por qué razón él se da cuenta de mi rechazo y retira la mano
antes de llegar siquiera a rozarme.
No sé cuánto tiempo permanecemos
así, ellos cerca de mí observándome y yo quieto, inmóvil a la fuerza,
mirándolos a ellos. Puede que sean horas o tan sólo segundos. No lo sé.
De repente la luz que hasta ese
momento entraba límpida por la puerta se interrumpe momentáneamente. Algo o
alguien ha cruzado el umbral, sin embargo lo que quiera que sea no ha hecho
ningún ruido pero yo sé que en la estancia ahora hay algo más que mis siete
acompañantes y yo.
Los niños también lo han
percibido pues se miran entre ellos y creo notar cierta expresión de alarma en
sus rostros. Es como si supusieran qué es lo que acaba de entrar. Por sus
semblantes me doy cuenta de que no es nada bueno, al menos para ellos, y mucho
me temo que tampoco para mí.
Poco a poco empiezo a percibir un
movimiento debajo de mí, como si el suelo empezara a vibrar. Primero tenuemente
y luego de forma más notoria. Los niños se mueven nerviosamente y se acercan
más a mí, como si buscaran protección. No sé qué protección puedo yo
proporcionarles pues ni consigo moverme ni siquiera sé de qué los tengo que
defender.
En un momento dado siento pánico,
puro y simple pánico. No ha habido ningún ruido más, ni sombras, ni luces, tan
sólo siento miedo, un miedo profundo que entra en el corazón y lo invade todo.
Los niños también sienten lo
mismo, lo sé por sus expresiones. Se acercan más a mí y me tocan. Es entonces
cuando puedo ya moverme y utilizo mis brazos para amparar a esos niños, para
protegerlos aunque no sé de qué. Les abrazo fuertemente, en ese abrazo distingo
el bonito color naranja de sus cabellos y percibo cierto olor a algo que no
puedo reconocer pero que me recuerda a la huerta de mi abuela. Juntos esperamos
que aquello que nos atemoriza nos ataque y acabe con nosotros.
Mientras resignados esperamos el
desenlace fatal, empiezo a oír una voz. Primero la oigo lejana y luego muy
cerca de mí. No es una voz infantil –al principio pensé que alguno de los niños
me estaba hablando-, es una voz de mujer. No distingo las palabras pero sí
percibo la urgencia, su mensaje es perentorio y denota preocupación.
Y de pronto comprendo lo que está
diciendo la voz. Me llama, alguien me está llamando por mi nombre.
─¡Julián! ¡Julián!
Siento alivio al oír esa voz pero
el miedo aún está instalado en mi mente y los niños siguen abrazados a mí.
─¡Julián! ¡Julián!
La voz insiste y es más nítida
cada vez y más apremiante.
─¡Julián! ¿Pero qué te pasa?
¡Otra vez te has vuelto a quedar dormido en la cocina! ¿Cuántas veces te tengo
que repetir que esa manía tuya de mezclar alcohol con la medicación no es
buena?
Es entonces cuando de repente la
estancia cambia y no hay niños, no hay puerta abierta a un lugar cerrado. En
cambio tengo delante de mí a una mujer, es mayor y su rostro me resulta
familiar.
Con la preocupación grabada en su
cara me vuelve a hablar.
─ Julián, te dije hace horas que
recogieras la compra y trocearas las zanahorias para hacer el puré. ¿Qué
demonios haces abrazado a ellas? Y ¿por qué se ha roto el paquete de arroz? Se
ha desparramado por el suelo. Vas a tener que esforzarte por limpiarlo todo
bien, que no quede ni un solo grano.
Como si de un ensalmo se tratara
es entonces cuando reconozco a la anciana, y en ese mismo momento recupero la
voz y puedo hablar.
─ Vale, abuela. Ahora lo hago,
pero sabes que detesto el puré de zanahoria.
Julián Salmerón
***
Consigna: En su sueño hay niños con síndrome de down pelirrojos en un granero.
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