Por Soledad Fernández.
Sandra observó su reflejo en la hoja de la enorme cuchilla de carnicero. Era un magnífico instrumento. Filoso y brillante. Con un mango de madera lustrada. Herencia de su abuela, por supuesto. A ella le gustaban las cosas brillantes y afiladas. Sobre todo lo filoso y lo extremo a diferencia de su esposo, Manuel. Le sonrió al reflejo, acomodó su flequillo y leyó las indicaciones del antiguo recetario familiar.
Sandra observó su reflejo en la hoja de la enorme cuchilla de carnicero. Era un magnífico instrumento. Filoso y brillante. Con un mango de madera lustrada. Herencia de su abuela, por supuesto. A ella le gustaban las cosas brillantes y afiladas. Sobre todo lo filoso y lo extremo a diferencia de su esposo, Manuel. Le sonrió al reflejo, acomodó su flequillo y leyó las indicaciones del antiguo recetario familiar.
“Rehogar dos cebollas medianas en un sartén con aceite de oliva…”
Con gran maestría cortó las cebollas, derramó una lágrima mínima, y
volcó todo en la sartén. Sintió el ruido crujiente de la preparación y aspiró
una enorme bocanada. El aroma era exquisito. “Preparar la carne cortándola en
fetas gruesas”
Fue hasta la heladera. Por unos segundos dejó la puerta abierta
admirando el orden de las cosas: cada alimento en su recipiente plástico y
rotulado, con mucho esmero. Zanahorias ralladas, papas peladas y cortadas en cubitos,
ajíes y remolachas. Todo impecable, todo prolijo “como Dios manda”, pensó.
Ubicó los ingredientes faltantes y los fue sacando de a uno. Los acomodó en la
mesada y volvió a la heladera. Solo faltaba la carne.
Miró una vez más. Las porciones de carne estaban separadas del resto de
los alimentos como le había enseñado su mamá. Y eso era importante para no
contaminar nada. “Los gérmenes son peligrosos, son los verdaderos enemigos de
las personas, hija”. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, no porque le
impresionara ver la carne ahí acomodada o porque recordase a su madre que ya
estaba en el más allá. No. La emoción la embargó de repente. Casi con la misma brusquedad
con que decidió hacer la receta de familia. “La vida a veces se precipita de
manera vertiginosa”, pensó.
Durante años había imaginado aquel día. La receta era una especie de ritual
familiar, aunque más bien le pareció un rito de iniciación. Incluso de
liberación espiritual. Primero su abuela y luego el resto de las mujeres habían
continuado con la labor. Incluso su madre fue parte de la herencia. “Mágico”
Se trataba de una única receta, una vez en la vida. Sandra pensó que era
casi como contraer matrimonio. Como enamorarse. Como dejar de ser virgen. Una sola
vez. Y había crecido obsesionada con aquel instante, deseando que llegase el
momento que ahora se presentaba. Vislumbrando detalles mínimos, sentimientos no
explorados.
Suspiró para no llorar de la emoción. Pensó en sus mujeres ¿Cómo habían
hecho para no repetir el ritual luego de la primera vez? “Imposible no
repetirlo”, se dijo. Estaba segura que recaería. Que eso que se le escapaba de
sus manos una vez finalizada la receta, debería repetirse.
Despejó sus pensamientos y tomó uno de los muslos. Era pesado,
demasiado. Mientras lo llevaba a la mesada recordó el momento en que se hizo
del ejemplar. Recordó cómo le dio caza a su presa y eso fue más excitante aún. Recordó
el filo del metal, la sangre. Recordó por sobre todas las cosas, la sorpresa.
Llevó una mano a su pecho intentando serenar las palpitaciones de su
corazón. Por un breve instante temió por su integridad mental y eso la alarmó.
No quería perderse en banalidades, pero imaginar el instante en que pasó
aquella cuchilla por la garganta de su futura cena, aún recordando la sangre
que brotaba a chorros, se le ocurrió tremendamente excitante. A pesar de que luego
tuvo que limpiar todo y ordenar.
“Suficiente”, se dijo y continuó con la receta. Una vez que el muslo
estuvo en la tabla de cortar carnes, Sandra tomó la cuchilla y lo cortó en
fetas gruesas. La carne era tierna como su presa. Débil. El metal se deslizó
con suma facilidad, provocando un ligero temblor en las manos de la joven
mujer. Desechó las sobras para el perro y acomodó las porciones ovaladas dentro
de la sartén junto a la cebolla que estaba ya dorada. Agregó una pizca de sal,
pimienta y unas hojas de albahaca. Todo al pie de la letra. Todo como debía
ser.
El aroma a carne frita la invadió rápidamente y la transportó a su vida
de antes, a sus días felices. Pensó en Manuel. En cuando le cocinaba su comida
favorita: salteado de carne con cebollas. “Irónico”, pensó. Imaginó en qué se
le habría pasado por la cabeza en aquel segundo, el último. Imposible saberlo
con exactitud. Inimaginable. Diez años atrás se habían casado. Ni un hijo le
quiso dar. Ni uno. Quizás eso la decidió. Quizás… Tal vez la forma en que él
ordenaba las cosas. O desordenaba. Recordó que él no era una persona amante del
orden. De esa estructura que Sandra tanto necesitaba y que había aprendido de
su madre.
Como hija única supo que sería igualita a ella. Y ahora lo confirmaba.
La carne estuvo a punto y Sandra, con cuidado, puso todo en una enorme
bandeja de plata y la llevó al comedor. Ahí había preparado la mesa para tres. Una
enorme mesa de roble se encontraba en el centro de la habitación con su mantel
blanco y pulcro. Usó la vajilla de las ocasiones especiales y las servilletas
rojas que habían comprado cuando eran novios. Sus invitados estaban por llegar.
Miró nerviosa el reloj de pared mientras ultimaba los detalles. Sus
suegros no eran puntuales y se caracterizaban por ser personas raras. Obviamente
desde la visión de Sandra. Ella nunca los había visto como familia. Nunca los
sintió cercanos. Pero los toleraba. ¿Les diría la verdad? No, por supuesto.
En cuanto ellos llegaron, el ritual de la cena familiar comenzó como
cada sábado por la noche. Como cada semana de los últimos diez años. Esperó la
crítica “constructiva” de ella, el comentario irónico por la falta de hijos de
él, la mirada de desaprobación por el decorado de la mesa. Y con una sonrisa
evadió todo y pensó en su vida futura. En su liberación.
Sirvió la cena y todo transcurrió como siempre. Aunque esta vez algo era
diferente: él no estaba compartiendo la mesa. Ellos observaron a Sandra con
interrogación en la mirada y con pena ella les contó cómo su esposo la había abandonado.
“Él decidió dejarme hace tres días, Marta”, contó con lágrimas en los ojos.
Su suegra le tomó la mano con condescendencia, aunque Sandra percibió
cierta alegría y sobre todo alivio, en su mirar; a la vez su suegro, sin
inmutarse, llevó una enorme porción de carne a su boca y masticó con la boca
abierta. “Estas cosas pasan, Sandra”, dijo él. “No será por la comida porque
cocinás muy bien, querida”, acotó tragando con dificultad. Ella le hizo una
media sonrisa y finalizó: “Él seguirá en mi corazón y en mis pensamientos por
siempre”.
La cena terminó en silencio entre miradas furtivas, preguntas no dichas
y gestos ahogados. Mientras que sus suegros se retiraban, Sandra recordó los
ojos de su esposo al rebanarle la garganta. Lastimeros, débiles como siempre. Como
su carne.
“¿No quieren llevarse una porción? Esto es demasiado para mi sola…”, les
dijo y el hombre se apuró en aceptar el ofrecimiento de su ahora ex nuera. Ella
les hizo una enorme sonrisa y así se retiraron, con el tapper lleno de carne. “Espero que no se indigesten”, dijo Sandra
con falsa preocupación a la vez que saludaba con la mano, con la convicción de
que jamás volvería a ver a esas personas.
Una vez sola sintió
la liberación y la certeza de que esta experiencia debería de repetirse. Limpió
la casa, eliminó toda evidencia y suspiró una única vez por él. Luego fue hasta
la heladera una vez más y embolsó los restos de carne para frezarlo por si
acaso. Al fin y al cabo, Sandra era vegetariana y no resistía ver a su esposo eternamente
apilado en la heladera.
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