martes, 1 de marzo de 2016

Hechizo

Por Nieves Muñoz.


Sus manos, ramas nudosas y encallecidas, tiemblan. Hace mucho tiempo que nadie le solicita un encargo como este. No tiene problema en recordar cada paso; su mente es como una gran mansión en la que cada recuerdo yace, ordenado en su correspondiente cuarto, el momento en que la puerta se abra y pueda desempolvarse para su uso. Pero ya es vieja y parece que sus movimientos realizan varios intentos hasta encontrar el camino certero, el del medio. 
Cerciórese de que el deseo es auténtico y no fruto de la venganza momentánea. Para ello, mírese al fondo de las pupilas y lea el dibujo que dejó allí las cenizas del amor concluso.
En caso de que así sea, la carne será separada del hueso completamente, pues las esquirlas unen a la tierra y no dejan completar la receta.
Sobre la tabla de madera horadada por múltiples filos, los pedazos más importantes aguardan su puesta en escena. Llevan macerando en aceite y romero tres días, tal como le contó su madre que debía hacerse: el corazón, abierto a la mitad y mostrando sus huecos ahora ya desangrados; los ojos, velados, aún con una sombra azul en los iris que le suplicaron ayuda. 
Detiene el vaivén que ha impuesto al mortero al machacar las hierbas aromáticas: salvia para suavizar el sabor de la carne, estragón que hará más liviano cada bocado, granos de pimienta para adormecer la lengua. Duda sobre si echar una pizca de cayena a la mezcla, pero decide que con lo que lleva es suficiente. El resto de la carne borbotea en el puchero. El vino ha teñido la salsa de un rojo oscuro, pero los trozos que bailan dentro son pálidos. Los lavó bien para quitarles todo rastro de sangre antes de sofreírles ligeramente enharinados y añadir el alcohol. La sangre produce un efecto demasiado potente al principio, pero poco duradero y su cliente desea que sea para siempre, así que ha tenido mucho cuidado en hacer las cosas bien. Remueve con la cuchara de madera: la salsa está espesa. Apaga el fuego de la cocina bilbaína y retira el puchero de la fuente de calor. No conviene que la carne se pegue.
Retire la piel, la grasa y las entrañas. Quédese únicamente con lo magro y trocéelo. Aparte el corazón y los ojos para añadirlos más adelante: se deberán macerar durante tres días en aceite de oliva y romero para que olviden del mundo, lo superfluo. Aclare en agua limpia de un arroyo del deshielo la carne hasta que la corriente se lleve todo rastro de sangre coagulada, que amarga y no deja fluir las energías nuevas.
Suspira y mira sus manos de vieja. Si pudiera volver a tener aquellos dedos ágiles que tejían hechizos con la misma facilidad que las otras mujeres del aldea trenzaban cestos…, pero ha de contentarse con los alambres retorcidos que sostienen la cuchara. Aun así, está emocionada. Ya había perdido la esperanza de volver a realizar algo grande, difícil, único. Los últimos años ha vivido como en duermevela, sobreviviendo  con encargos que habrían hecho arrugar la nariz de su madre: filtros de amor, males de ojo, alguna lectura de las rayas de la mano. Ya ni siquiera visita el mundo de los espíritus en sus sueños, no quiere encontrarse con sus antepasados y que le recriminen en lo que se ha convertido, pero ¿cómo van ellos a entender la vida de ese mundo en el que la fe es algo grotesco? Así que deja abierta cada mañana la cancela para que entre quien quiera: amantes buscando amarrar al amado, preñadas buscando una buena hora para sus partos, ciegos de realidad queriendo ver el futuro. Y la cierra al anochecer, cuando cambia las monedas que guarda en el bolsillo interior de la falda por el cuartillo de vino que necesita para que sus sueños sean negros. Antes de irse a dormir, añade siempre una pizca de polvo de semillas de amapola y lo calienta entre las palmas de las manos hasta que se disuelve y lo bebe de un trago. Entonces se tumba en jergón que la vio nacer y que aún huele a vida y se queda mirando a las grietas del techo, sin pensar en nada, pues los espíritus acuden a ella si deja la puerta entreabierta. Pero si lograba terminar bien ese trabajo, podrá volver a abrir su mente de par y par y volver a soñar. No tendrá vergüenza de mostrarse de nuevo.
Cuézase a fuego lento la carne embebida en alcohol desde el amanecer al estío, cuando las sombras se lleven los exudados de la vida pasada para siempre. Prepárese una mezcla de yerbas a la elección de la bruja. Nótese que el platillo debe tener buen sabor para asegurar la ingesta de la ración completa.
Abre el tarro de vidrio donde reposa el corazón. Espera que el macerado sea correcto y el aceite haya reducido a su esencia más concentrada las imágenes y sentimientos que allí se albergan. Esa es la parte más complicada porque las emociones enquistadas, como anzuelos en el pez, se clavan en una sola dirección y a veces deben hundirse por completo para sacarlos por el otro lado, si no, la herida se reabre y todo es inútil. Saca el órgano y lo palpa con cuidado con las yemas de los dedos. Ya no tiene la sensibilidad de antaño, pero parece que no hay ninguna espina, depresión o falta en él. Buena señal.
Por un momento, clava sus pupilas en el artesonado de madera y recuerda cuando miró dentro de las de la muchacha, una semana atrás, para comprobar el dibujo de las cenizas como advertía el hechizo. Pudo ver que era una de la vieja estirpe: de las que se entregan por completo, de las que se deshacen con una caricia y empapan al otro, de las que generan los vientos de los que beben las tormentas. Buena mujer. Lástima.
El aceite resbala por sus muñecas. Sujeta el corazón y lo corta en láminas finas, casi traslúcidas. Cuando se lo arrancó del pecho, era tierno, elástico, sedoso. Ahora tiene una textura correosa y firme. Así debe ser. Una lágrima rueda entre las arrugas de la bruja y se la seca antes de que caiga sobre la carne aceitada. Deja un rastro brillante sobre su mejilla. Si nadie llora por aquella mujer, lo hará ella, pero no ahora. Esa misma noche se lo contará a sus muertos y ellos plañirán en el más allá por su alma.
«Convoque a las fuerzas del alma, a las arenas del tiempo y a las corrientes del espacio. Convérjalos en la garganta. Mastique un trozo del corazón y embeba la mezcla con la saliva preñada de magia. Escúpalo sobre el guiso. Proceda del mismo modo con el resto. Remueva hasta que el hechizo impregne todo el caldo». Masticar, escupir. Masticar, escupir.
Se pasa la mano por la frente. Es inevitable que algún fragmento de la carne, alguna partícula del aceite, se deslice sin querer por su garganta, y su estómago se solivianta con la intensidad de lo que aquella desdichada mujer albergaba dentro de su ser. Respira hondo hasta que logra controlar las ganas de vomitar; una bruja experimentada no debe dejar que sus sentimientos interfirieran en su trabajo.
Valora con ojo crítico el puchero con su contenido humeante. Es mucha cantidad y tan solo necesita lo que quepa en un cuenco. El resto acabará enterrado bajo el roble milenario que ha guardado la casa durante generaciones. Sus raíces absorberán la magia y no habrá peligro. Echa un vistazo por la ventana y contempla cómo se mecen las hojas oscuras de sus ramas y se pregunta cuántos hechizos discurren por su savia, inutilizados por la sabiduría de su espíritu arcano.
Se coloca el pañuelo cubriendo el cabello y lo ata a la nuca. Echa dos cazos del guiso en un cuenco de barro para que mantenga el calor y sale de la casa a toda prisa. El sol está en lo más alto. Es la hora.
Ha hablado con la dueña del bar con antelación. Él estará allí, como cada jueves después del mercado, para almorzar. Sabe que la colaboración de la mujer pasa por desprenderse de parte del pago que la muchacha le dio, pero no le importa. Lo de menos es el dinero, volverá a tener el prestigio de antaño ante los suyos.
Entra por la puerta trasera, la que da a la cocina del establecimiento. Allí la aguarda la dueña con los brazos en jarras y mirada codiciosa. Las monedas y el cuenco cambian de manos. La bruja le advierte: «sólo él debe comerlo». La otra asiente sin abrir la boca. 
De regreso para la casa, con su andar renqueante, siente la vibración del aire. La magia está haciendo su función: es un leve temblor, un susurro. Todo lo que la rodea cambia de sitio, se desdibuja por un instante, pero sabe que solo ella puede percibirlo en aquel lugar. Se imagina cómo el hombre sentado a la mesa del bar, cubierta por un remendado mantel de cuadros rojos, prueba su guiso y al principio le sabe extraño: un hormigueo en la boca, un amargor en la base de la garganta. Pero luego lo devora con urgencia, como si fuera lo más exquisito que ha probado en este mundo y cada bocado le incita a comer aún más. Quizá rebañe el cuenco con el último trozo de pan y se relama. Entonces comenzará a sentirlo. Al principio, tan tenue que creerá que está enfermo y se irá a casa, a descansar.
La bruja abre la puerta y olfatea el aire. Abre las ventanas para orear la cocina. Lleva los restos del guiso y los entierra bajo las raíces del roble junto con los huesos, la piel y las entrañas. Limpia los cuchillos teñidos de rojo mientras rememora su petición. «Haznos uno», le suplicó con la voz rota, reflejo del alma, cuando fue a visitarla cinco noches atrás vestida con las ojeras del abandono y con la desesperación consciente de que su vida ya no le pertenecía. «Para siempre».
Noche cerrada. La luna desaparece de la escena, agotada su magia hasta el siguiente ciclo. Mientras la bruja se desliza por los pliegues que el sueño le ofrece para reunirse con sus ancestros, un hombre se revuelve en su cama presa de una angustia inexplicable. Un sudor frío empapa las sábanas, aunque su piel arde como si unas manos femeninas le tocaran. Cierra los ojos y tan solo la ve a ella: su lengua de fuego sobre los labios, las pupilas dilatadas clavadas en las suyas, el peso de sus caderas y la humedad de su sexo cálido. La ve como en el día en el que se conocieron: bella y apetecible. Abre los párpados y allí no hay nadie, pero el roce de las yemas de unos dedos sobre él le siguen quemando y un rastro de saliva le recorre el vientre. Su aroma, el de ella, lo impregna todo. Se gira y el jergón protesta como si un peso añadido cediera los muelles gastados. Un nudo ahoga su garganta y llora sin saber por qué. Cierra los ojos y su imagen vuelve. La ve tal y como la abandonó: anegada en lágrimas y suplicante. Siente el amor y la pérdida, la traición y la pena, cómo se parte en dos y se desintegra en la nada. La siente en cada poro, en cada pestañeo y en cada movimiento. Se está volviendo loco. La siente pegada a su piel y bajo ella, enraizada en sus entrañas. Se frota con saña hasta sangrar, mas no puede quitársela. Es carne de su carne, pensamiento de sus pensamientos, recuerdo de sus recuerdos.
        En sus oídos resuena la promesa que le hiciera a la muchacha de ojos azules a la que amó durante un tiempo; la había olvidado en el transcurrir de los días: «seremos uno. Siempre, mi niña».



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