lunes, 2 de noviembre de 2015

Negra conversión


Seudónimo: Beatriz Irlanda.
Autor: Asier Rey.


Tenía que huir, correr más deprisa que ellos, escapar a toda costa. La policía londinense le seguía los talones y cada vez resultaba más difícil darles esquinazo. Miró con sus ojos inflamados a ambos lados de la calle, jadeante, como si esperara encontrar una escapatoria en aquellos muros altos de cemento. De repente, como si hubiera surgido de la nada, un enorme agujero se apreciaba en la pared de una fábrica abandonada. Allí se escondería de sus captores.
Se introdujo con presteza. Los ladridos lejanos de los perros se fueron acercando y la sensación de estar acorralado no le perturbó lo más mínimo; todo lo contrario, se diría que disfrutaba con la cacería, como si fuera la presa que consigue escapar de las fauces del lobo una y otra vez. Se adentró en una estancia oscura, maloliente, uno de esos lugares donde la mugre y la podredumbre se empeñan en acumularse y que tan placenteros le resultaban. A Edward, aquellas miasmas repugnantes le resultaban tan agradables como pasear al atardecer por un campo de heno.
—Sabemos que estás ahí —se oyó una voz afuera—. Entrégate si quieres salvar la vida.
"La vida", pensó Edward, "la vida es lo último que deseo salvar en este momento". No era esta una apreciación baladí; ciertamente, la existencia que le esperaba si finalmente era detenido no iba a ser un camino de rosas. Pocos asesinatos existen que merezcan un indulto por parte de la justicia, y el de un afamado diputado no forma parte de ellos. Quizá por esa certidumbre, por esa certeza de que el dolor que pensaban infligirle traspasaba todas las fronteras humanas, se reafirmó en su decisión de huir y buscó, buscó a tientas entre la penumbra una nueva forma de evadirse.
Encontró un pomo que no tardó en menear hasta verse liberado. Corrió entonces por largos pasillos polvorientos, con cristales resquebrajados a los lados, como si del escenario de una pesadilla se tratase. Percibió cómo los policías habían conseguido entrar en la fábrica y sonrió levemente. Había llegado el momento de actuar.
Se acodó junto a un ventanal destrozado a pedradas y esperó pacientemente a tener contacto visual con los dos policías que le perseguían. Llevaban una jauría de perros, dos revólveres reglamentarios y un manojo de nervios en cada mano. A Edward le pasó un leve chispazo de duda por su cabeza, pero ya no había marcha atrás. Al fin y al cabo, todo iba a salir bien, se dijo mientras se encogía de hombros.
—Por última vez, ríndete, no sigas huyendo. O, de lo contrario...
Aquella fue la señal que Edward necesitaba para ponerse en marcha. En un par de rápidas zancadas se abalanzó sobre el policía más alto y su fuerza bruta fue suficiente para anularlo. Casi antes de que el pobre infeliz cayera al suelo, Edward ya descargaba el revólver sobre su compañero, completamente paralizado. El último pensamiento que cruzó la mente del policía antes de morir fue Fanny, lo sola que se sentiría y que aún no le había comprado flores. Ya no habría tiempo para ello, se dijo, mientras su voz se extinguía para siempre.
Con un hombre muerto, otro inconsciente y varios perros ladrando compulsivamente, a Edward no se le ocurrió un mejor plan que saltar por la ventana. Para su fortuna, numerosos restos de cartón le esperaban para amortiguar la caída, por lo que no le costó excesivo trabajo levantarse y seguir su camino más calmado, con una enorme sonrisa tatuada en su rostro.
Se sentía inmortal. Desde que su estúpido amigo Henry le ayudó a emerger, ya nada había vuelto a ser lo mismo. Al principio se sentía vacilante, casi cohibido, sabedor de que sus andanzas no durarían más que unos pocos minutos, quizá horas. Ahora, con la situación plenamente bajo control, con los gritos de pavor de Henry completamente acallados, era él y solamente él quien gobernaba ese cuerpo nacido para el goce y el desenfreno.
Volvió a su casa silbando una pegadiza melodía, agotado tras un duro día de trabajo. En realidad, la muerte de aquel hombre, de todos los hombres que acababa de asesinar, era algo que le divertía únicamente en parte. Para Edward, aquello era algo que, por algún extraño motivo, se veía impelido a realizar, como un zapatero que disfruta con su trabajo pero al que en ocasiones le resulta fastidioso y aburrido. Quizá debería acudir a algún burdel, pensó, con tal de quitarse aquella molesta sensación de encima.
Dejó su chaqueta en el perchero, se desanudó la pajarita, se sentó sobre un taburete viejo. Hacía días ya que no volvía a su apariencia primigenia, a ese Henry timorato y simplón que jamás se atrevería a pisar siquiera los lugares que a él tanto le agradaban. Sus destinos estaban entrelazados entre sí, pero Edward llevaba las riendas bien aferradas.
Salió a la noche. A la aventura, bañado por el aura de imbatibilidad que las diferentes muertes que había provocado le proporcionaban. Cruzó un par de calles, dobló una esquina y se internó por callejones más sombríos y sórdidos. Las luces rojas en las puertas no dejaban lugar a la duda. Había llegado al lugar deseado.
Llamó con golpes firmes en la madera. No pasaron ni dos segundos hasta que una mujer anciana, con más arrugas en los ojos que en la piel, abrió la puerta con recelo.
—Eres tú... está bien, pasa.
La mujer no era idiota. Sabía que Edward no era un hombre de fiar, que corría el riesgo de que quisiera escaparse de allí sin pagar; también sabía que tenía las fuerzas necesarias como para ahogarla como a un pajarillo. Se había resignado a confiar en sus remordimientos. Rara vez acertaba.
Edward se puso cómodo, aquel prostíbulo era su segundo hogar. Saludó a quien se le cruzaba, repartía besos entre las mujeres, era un donjuán empedernido. Enseguida sus instintos carnales le sojuzgaron y dejó cualquier resto de urbanidad escondido bajo su piel de sátiro. Agarró a la primera mujer que vio por la muñeca y la arrastró tras de sí, en dirección a un lugar tranquilo.
—Vas a hacer todo lo que te pida, ¿verdad, encanto?
—Sí, Edward... lo que tú desees.
Sus deseos le llevaron a un deprimente catre donde comenzó a manosear a la mujer de arriba a abajo, sus pechos, sus nalgas, su recóndito sexo festoneado de vello rizado... toda ella estaba bajo el embrujo de aquel crápula endemoniado, de aquel embajador del pecado. Edward se afanaba en palpar cada retazo de piel ajena como si de un relicario se tratase, con auténtica devoción de santo. Se sentía más vivo que nunca. Se sentía...
Se sentía desvanecer.
Cuando quiso darse cuenta, ya no era él. Ahora era Henry, el intachable y reputado Henry, quien hincaba con denuedo su ingle en las posaderas de aquella dama. Siguió penetrando el pubis de la meretriz con deleite, hasta que Henry tomó plena posesión de sí mismo y se horrorizó en lo más profundo de su alma.
Los gritos se oyeron en todo el edificio. Todos asistieron, incrédulos, al espectáculo que aquel hombre desesperado les brindaba. Hasta la anciana mujer, en vista de que aquel cretino no hacía más que vociferar y asustar a sus clientes, no dudó en salir en busca de algún policía que pusiera orden en aquel gallinero.
Llegaron los gendarmes, salieron los vecinos al balcón, la calle entera se asomó a ver qué ocurría. Uno de los policías reconoció por la descripción al asesino del diputado; los rostros se tornaron más tensos y amenazadores. Henry no tenía ni idea de qué clase de tropelías había sido capaz de cometer Edward en su ausencia, pero no hacía falta tener mucha imaginación. Se vistió lo más rápidamente que pudo, se santiguó y escapó por la ventana del dormitorio. No quería que nadie más señalara su vergonzante conducta.
De repente, se vio perseguido. Eran varios los policías que le seguían, gritando que parara, que se rindiera. Él no sabía por qué habría de rendirse: era inocente, al menos de algo que no fuera fornicar con una puta. Corrió desesperado, sabedor de que Edward le había abandonado en una situación ciertamente delicada. Intuía que esta vez había llegado más lejos que nunca.
A su izquierda, el Támesis fluía lento, como una morrena despaciosa e inmisericorde. Por un momento la idea de saltar al vacío le sobrevoló la mente, pero pronto la desechó por inapropiada: ¿qué pensarían sus conocidos? ¿Y sus colegas del laboratorio? Incluso aquellos vecinos tan estirados, los Stevenson... no, no podía mancillar su ya de por sí maltrecha imagen. Tenía que demostrarles que él era inocente, que no había hecho nada malo.
El zumbido de una bala acariciando su sien le sacó de sus ensoñaciones y le hizo comprender que aquellos policías iban totalmente en serio. Esta vez, se maldijo, las tropelías que Edward hubiera cometido iban a salirle muy caras.
Se cansó de correr, ya no podía más. Quizá Edward fuera capaz de correr más deprisa, o de trepar por las farolas, o de salir indemne de un salto a las gélidas aguas del río. Se detuvo y los policías hicieron lo mismo. Aprovechó aquellos instantes de duda para admirar la ciudad que se extendía a su alrededor. Londres era, ciertamente, un lugar hermoso.
Era el final, lo sabía muy bien. Estuvo tentado de gritar a los cuatro vientos su inocencia, de salvar de algún modo su honor de caballero, pero sabía que era en vano. Simplemente se quedó en pie, con los brazos en cruz, esperando que sus captores hicieran su trabajo con rapidez y eficiencia.
Afortunadamente, pudo percibirlo. Un instante antes de desaparecer de la faz de la tierra por siempre, fue consciente del cambio que se estaba produciendo en su organismo. Ser consciente de que sería Edward y no él quien fuera ajusticiado le transmitió una paz calmada a su desdichado corazón. Al menos, pensó, Henry no moriría como un perro.
La conversión se produjo con suavidad, por lo que Edward apenas notó algo parecido a un despertar a media mañana. Se encontró de pie, con las manos en alto y media Scotland Yard frente a él. Se vio tentado de morderse el labio con fuerza para comprobar que no estaba soñando, que Henry no podía haberle dejado en esta tesitura. Por una vez, su despertar no se había producido sobre un escritorio lleno de legajos aburridos, ni en un aséptico dormitorio. Estaba completamente rodeado.
—Ya eres nuestro, escoria —masticó uno de los policías.
Una ráfaga de balas comenzó a morder la piel de Edward con saña, como si quisieran devolverle todo el mal causado. En cuestión de segundos, este caía al suelo y su cuerpo quedaba exánime, totalmente inerte sobre el empedrado de la ciudad. Edward Hyde había abandonado, definitivamente, el mundo de los vivos.


- FIN -

Consigna: Género: Acción. Con Jekyll como parte de la historia.

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