lunes, 2 de noviembre de 2015

La pintura del señor Colorado


Seudónimo: Corleone.
Autor: George Valencia.


—Chanfle… —murmuró el Chapulín Colorado para sus adentros, mesándose las antenitas de vinil con aire ausente. 
Se encontraba en su estudio privado observando atentamente el retrato que le había pintado por encargo su amigo, el reconocido pintor Pincelio Brocha. Y no es que la obra careciera en modo alguno de calidad. Por el contrario, la pintura gozaba de una ejecución sobresaliente, con sus trazos finos y seguros y esa precisión en las tonalidades que le daba tal realismo que en ocasiones el Chapulín casi tenía la sensación de estar mirándose en un espejo.
No, la calidad de la obra no era la razón de sus elucubraciones.
Se trataba del gorro.
Había aparecido esa mañana, al igual que el resto de los anormales cambios, justo después de haber pasado otra noche de perros plagada de sueños febriles llenos de visiones grotescas.
Era un gorro con orejeras, hecho con lo que parecían ser retazos de diferentes tonalidades de verde, que había reemplazado a sus antenitas en medio de la noche. De ahí que el Chapulín las tocara distraído mientras miraba el cuadro, como si esperara que también hubieran sido reemplazadas en su cabeza.
De pronto una parte de la pesadilla salió a flote, provocándole un escalofrío.


Se encontraba en un lugar oscuro. Estrecho y oscuro. La única fuente de luz provenía de un pequeño agujero en la pared de madera. A través de él se veía lo que parecía ser el patio de una vecindad. Alcanzaba a entrever una puerta marcada con el número “71”, algunas macetas, un gran balón de playa olvidado y un pasillo que al parecer comunicaba con otra ala del vecindario. Recordaba sentir un hambre atroz y, por alguna razón, no dejaba de pensar en tortas de jamón. A medida que el tiempo transcurría, la sensación de claustrofobia iba en aumento. Estaba helado, sentía el frío atenazando cada centímetro de su piel, a excepción de las orejas, que se hallaban cubiertas por una especie de gorro. Miró hacia arriba, pero todo era oscuridad. «Que no panda el cúnico», pensó incoherentemente, pero luego comenzó a desesperarse y gritó pidiendo ayuda, y fue entonces cuando despertó.


Y allí estaba el gorro en la pintura, reemplazando a sus antenitas de vinil.
Había comenzado a evitarlo a medida que este comenzaba a mostrar los sucesivos cambios, conforme las pesadillas invadían sus hasta entonces apacibles noches, pues la pintura lo hacía sentir cada vez más inquieto, con una sensación de desdoblamiento que no sabía describir con exactitud, como si fuera varias personas a la vez y estuviese perdiendo gradualmente su identidad.
Lo primero había sido el cabello, ahora largo y blanco, tras una pesadilla en que alguien había hurtado la bolsita de papel que contenía su estetoscopio. En el sueño era un viejo médico, lleno de achaques y caprichos, cuya posesión más preciada era la dichosa bolsita de papel. No recordaba exactamente cómo había terminado el sueño, pero tras despertarse había descubierto que el Chapulín del cuadro lucía un pelo tan blanco como la nieve.
Luego vino la camisa a rayas blancas y negras, como las de un preso —aunque seguía conservando la “CH” roja en medio de un corazón amarillo—, tras una serie de pesadillas especialmente recurrentes en las que un tipo gordo y malhumorado le daba una bofetada tras otra sin ningún motivo, luego de peinarlo cuidadosamente con un peine lleno de caspa. Recordaba ver las pequeñas partículas blancas sobre la superficie negra del peine con demencial nitidez, una y otra vez, antes de que el gordo le propinara una bofetada tras otra, cada una más fuerte que la anterior.
Y ahora el gorro.


—Mis antenitas de vinil detectan la presencia del enemigo —dijo el Chapulín, volviéndose.
—Soy yo, señor Colorado—dijo el criado.
El Chapulín se apresuró a tapar la pintura y tomó asiento frente a su escritorio simulando estar ocupado.
—¿Qué deseas? Sabes que no me gusta que me interrumpan mientras trabajo.
—Lo siento, señor Colorado. Es que ha llamado el señor Brocha. Dice que aún no ha recibido el dinero que le prometió usted para este mes, tanto por su retrato como por los trabajos anteriores. Dice que…
—¡Sé lo que dice ese maldito bribón! —exclamó el Chapulín, malhumorado—. Se aprovecha de mi nobleza. Parece que ya se le olvidó la deuda que tiene él conmigo. Ya lo dice el conocido refrán: “A diente regalado, no se le mira el caballo”.
—¿Cómo dice, señor Colorado?
—¡Que a caballo dientón no se le regala el estribo!
—Perdón, señor Colorado. No entiendo a qué…
—¡Olvídelo! —ordenó el Chapulín, ya por completo desencajado—. Retírese. Y no quiero más interrupciones por el resto de la tarde, a menos de que sea realmente importante.
Así lo hizo el criado, tragándose para sus adentros todo lo que habría querido decirle en la cara a su prepotente jefe.


El evento que acabó finalmente con la paciencia del Chapulín ocurrió en la mañana del sábado.
En el sueño hablaba sin parar con un tipo llamado Lucas, a quien le preguntaba una y otra vez si acaso estaban locos. En el fondo sabía que era él, el Chapulín, pero por una de esas extrañas circunstancias propias de los sueños, no dejaba de pronunciar contradicciones y sinsentidos.
En realidad no era la peor de las pesadillas que había tenido, pero por alguna razón esta lo sacaba de quicio.
La guinda del pastel fue despertar y descubrir que el Chapulín del cuadro lucía ahora un frondoso y bien cuidado bigotillo, muy del estilo de Adolf Hitler, aunque un poco más ancho, como si la pintura quisiese, de alguna manera, burlarse de él. Ver el aspecto que tenía ahora su retrato, con el gorro de orejeras, el cabello largo y plateado, la camisa a rayas blancas y negras y el pequeño mostacho bonachón, fue simplemente demasiado.
El Chapulín cogió una de las espadas de colección que reposaba en una repisa de la pared, y le propinó una fuerte estocada a su gemelo de la pintura, justo en medio de la “CH” que engalanaba su corazón.
Acto seguido, el Chapulín sintió una fuerte punzada en el pecho, y cayó muerto y espatarrado en medio del estudio, víctima de un ataque al corazón.


Cuando el criado lo encontró tendido sobre la alfombra, no pudo evitar esbozar una sonrisa. A excepción de la espada clavada en la lona, el cuadro lucía tal como en el momento en que Pincelio Brocha se lo había entregado a su patrón, pero el cuerpo que descansaba en el suelo del estudio era una grotesca parodia del Chapulín: una figura con cabello canoso, un pequeño mostacho, gorro de orejeras y camisa de presidiario. Cualquiera habría creído que el Chapulín Colorado tendría que haber estado bastante fuera de sus cabales en el momento anterior a su muerte para haberse vestido así, dejándose crecer el bigote y tiñéndose el cabello de aquella manera.
Pero el criado sabía la verdad.
Levantó la bocina del teléfono y marcó el número de Pincelio Brocha. Cuando este contestó, la sonrisa del criado se ensanchó aún más.
—Está hecho —dijo—, y esta vez nadie sospechará del mayordomo. Pensarán que murió sin querer queriendo.
Escuchó un instante lo que le decía Brocha al otro lado de la línea, tras lo cual sentenció con aire de suficiencia:
—No contaba con mi astucia.


- FIN -

Consigna: Género: Comedia. Basado en la novela «El retrato de Dorian Gray», con «El Chapulín Colorado» como protagonista.

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