lunes, 13 de abril de 2015

María Ester, la heroína.

Por Miguel Ángel Di Giovanni.

—Te noto preocupada, amor —dijo Lito.
María Ester no contestó. Del otro lado de la línea, él oía su respiración entrecortada: le costaba hablar.
—Apenas salgas del trabajo venite a casa —dijo ella—. Tengo que hablarte de algo importante.
Después de cortar, Lito se preguntó si no le revelaría alguna nueva premonición. Al principio del noviazgo la había creído un poco exagerada. Con el tiempo, le dio por dudar. Pero ahora ya creía que su novia era un auténtico ángel de la guarda para él.

Tenía bien presente cuando por primera vez María Ester le gritó desde la puerta de su casa: — ¡Esperá, Lito! —Y corrió hacia él media cuadra y le dio un besito muy tierno en la mejilla y le susurró al oído—: Sentí que, si no hacia esto, no te volvería a ver.
Ese día no pasó nada raro — ¿por qué habría de pasar algo raro, no es cierto?—. Y, cuando se vieron a la noche, María Ester le dijo:
—Y claro. No te pasó nada, por el besito.
En medio de un noviazgo lento, tranquilo, Lito contaba con varias historias como aquella. Según María Ester, ella prevenía toda calamidad, toda tragedia. ¿Tendría algo de verídico todo eso? Al tiempo, él había comenzado a fijarse en los detalles.
Una mañana, camino a la estación del tren, Lito se había dado una vuelta por lo de María Ester. Tomaron unos mates, y siguió camino a su trabajo. Cuando llegó a la estación, recibió un mensajito de ella:

Cuidate nel viaj amor
  igual ya le di 3 vueltas
       a la silla vieja x las dudas

Y el viaje terminó sin que nada malo ocurriera. Solo que, antes de llegar a la terminal, el tren paró unos minutos esperando la señal para entrar en el andén. Lito se pasó todo el día pensando que, si su novia no le hubiera dado esas vueltas a la silla vieja, quizá la señal no hubiese funcionado y… ¡pum! Se sobresaltó de pensarlo: ¡a lo mejor sí lo había salvado ella!
Hubo otras menos trágicas. Un sábado en que Lito iba a jugar la final del campeonato de fútbol de la fábrica, ella le dijo:
—Hoy no ganan.
— ¿Cómo, María Ester? A estos ya le ganamos cuatro a uno en la primera rueda, así que hoy salimos campeones.
Pero ella insistió:
— ¡Ay, Lito, no sé, no sé! Mejor me voy a peinar con el cepillo rojo, pero no te aseguro nada.
Y lo que finalmente ocurrió fue increíble. A los cuarenta y cuatro del primer tiempo, penal en contra. Y fueron al descanso perdiendo uno a cero. De pronto se nubló todo… y un chaparrón no pronosticado inundó la cancha. La final se suspendió hasta el fin de semana siguiente. Y ese sábado ganaron el partido 2 a 1, y el equipo de Lito se llevó el campeonato.
“Hoy no ganan”. Como cumplir, María Ester cumplió.

Pero ahora Lito se quedó pensando en qué le querría decir. ¿Sería algo relacionado con el viaje al interior para fin de mes? Los accidentes de aviones, para nada frecuentes, igual la ponían muy sensible. No, ese no era su estilo: tanto, no se adelantaba.
Hacía unos meses, Lito había viajado con dos ingenieros de la fábrica para instalar una máquina. Y no acá a la vuelta sino en Córdoba, lo cual implicaba… un viaje en avión. María Ester tuvo un mal presagio, pero con su infalible beso de último momento alejó los peligros que podían arrancarle a Lito de su lado.
No, ahora la notó más seria que preocupada.
Claro que la noche en que se salvaron de morir en un ascensor, ella estuvo muy seria. Esa vez, los dos habían ido a visitar a un amigo en el centro. Cuando se volvían, el ascensor se les quedó entre dos pisos, y todavía estaban bien pero bien arriba. Y en un momento fue como si el ascensor se hubiera descolgado, porque de pronto los dos —resultó que a ella le pasó lo mismo— sintieron un vacío en el estómago. Entonces sacó de su carterita la colonia que no le gustaba —no la llevaba encima por fines cosméticos, precisamente—, y, después de perfumarse, el ascensor se detuvo. Y segundos después empezó a moverse despacio, y despacio los dejó sanos y salvos en la planta baja. Ninguno de los dos pensó otra cosa: todo había terminado bien, gracias a la colonia.
Tampoco estos eran días de estrés por exámenes, recién empezaba el cuatrimestre. María Ester estaba terminando la carrera de técnica en hematología. A Lito le causaba mucha gracia cuando ella le explicaba, medio en broma, las batallas de los glóbulos blancos contra los rojos, usando de ejemplo los autitos chocadores.
Secretamente Lito se veía privilegiado por los trucos de María Ester. Era su buena estrella, su heroína. Con sus vueltitas a la silla, la colonia que no le gustaba, el cepillo rojo y, por supuesto, el poderoso besito tierno en la mejilla, él se sabía inmortal.

“Tengo que hablarte de algo importante”, le había dicho ella, y eso a Lito lo angustiaba, no podía concentrarse en su trabajo. En realidad, aquello ―el tono con que María Ester lo dijo, sobre todo― no parecía tener que ver con ninguna de sus habituales revelaciones. Acaso se trataba de algo mucho más complicado que evitarle a él un accidente.
Tranquilo, se decía. Ya se va aclarar todo.
Pero, después de mandarle varios mensajes ―que no fueron respondidos―, no aguantó más y pidió permiso para retirarse.
El supervisor se había dado cuenta de que algo lo estaba distrayendo.
—Contame qué pasa, pibe. ¿Es la brujita? —Conocía alguna de las proezas de María Ester, y así la había bautizado.
Lito no quería mentirle, fue sincero. Y Chacho, compresivo, lo autorizó. Al salir del vestuario, él agradeció otra vez la gauchada, y el supervisor le dijo:
―Ustedes tendrían que hablar menos, y… ―Y completó la frase con un gesto que enrojeció a Lito.

Temblando le tocó el timbre a María Ester.
―Hola, mi amor―dijo, pero ella apenas si lo beso fríamente.
―Pasá, que te quiero hablar.
Él la siguió hasta el living, con la boca seca. Y aterrorizado ocupó una silla ―no el sofá― que ella le ofrecía, de pie aún.
―En los últimos meses ―empezó a decir María Ester no bien se sentó también ella―, hemos estado distantes. Tus horas extra, mis exámenes, tus viajes. Bueno, no sé: me sentí sola… y conocí a alguien.
—No. ¡No! Por favor no me digas esto, María Ester.
—Alguna vez nos prometimos que, si no éramos novios, seríamos amigos. Te quiero pedir que nos separemos por un tiempo. No quiero ser desleal.
Lito sintió que se le aflojaba el corazón.
—No, Mari, por favor te lo pido. ¿Qué tengo que hacer para no perderte? Estoy dispuesto a todo. No puedo alejarme de vos.
Ella se alzó de hombros.
—No, Lito ―dijo―. No me lo hagas más difícil. Quizá solo sean unos meses, no sé…
Él rompió unos minutos de silencio, y volvió a la carga:
—María Ester, no me dejes. No voy a poder vivir sin vos. Me estás matando, Mari… ―Lito ya no disimulaba el llanto.
Lo único que hizo ella fue bajar la vista.
Él secó sus lágrimas y se levantó. Se despidieron tomándose de las manos, y apenas rozando las mejillas.
María Ester lo acompañó hasta la puerta, y palmeándolo en la espalda le dijo:
―Ah, Lito: y no exageres con eso de que vas a morirte, porque ya te salve varias veces.

Lito caminaba ―se arrastraba, mejor dicho― hacia su casa. En la cabeza se le amontonaban un sinfín de frases dulces, aquellas del noviazgo que acababa de terminar. Frases que se irían para siempre. Sabía que eso de “por un tiempo” era una formalidad, algo que se le dice a uno para que no se caiga muerto en el living. Nunca más al parque de diversiones, la salida preferida. Lito se imaginó acompañando como “amigo” a María Ester junto al nuevo novio en la vuelta al mundo, y una mueca lo desencajó. Eso fue suficiente para reaccionar y darse cuenta de que había estado a punto de cruzar las vías sin ver el tren, que se acercaba con todo, y que lo sacudió con el viento al pasarle a ras.

Aunque mal dormido, al día siguiente prefirió ir a la fábrica. Al menos, para despejarse.
En el corte del almuerzo, Chacho le hizo un lugar en su mesa.
­— ¿Y, pibe? ¿Qué pasó?
—Me pateó, Chacho. ¿Podés creer? María Ester me dejó por otro.
— ¡Je!
—No te rías, che.
—No, si no me río. Un supervisor nunca se ríe. Es más: bienvenido al club. —Chacho le despeinó la cabeza con un manotazo paternal.
Terminaron de almorzar hablando de cualquier cosa, menos de mujeres. A la salida, Chacho se ofreció para alcanzarlo a Lito. Y él pudo contar que, además de dolido, le asustaba el nuevo estado de desprotección al que debería acostumbrarse.
Chacho escuchaba sin interrumpir. Cuando Lito bajó del auto, le dijo:
―Mira pibe, la que no tiene suerte es ella, que se perdió a un tipazo como vos. Tranquilo, ya va a pasar.

Los días se fueron amontonando. De a poco, la proximidad de otro campeonato en la fábrica y el viaje a Córdoba trajeron a Lito a su nueva realidad.
Se bancó no llamar a su ex, y no por falta de ganas: le hubiera gustado escuchar la voz de María Ester, pero no quería llorar en el teléfono.

Pasaron años desde el día en que María Ester pidió un tiempo. Pasaron tres o cuatro años.
Solo un puñado de llamados para las fiestas, y no mucho más. Cada uno hizo nuevas parejas, pero ninguno de los dos se casó. María Ester se recibió de hematóloga, y Lito llegó a supervisor ―uno de esos que nunca se ríen― cuando se jubiló Chacho.

Un sábado, la mamá de Lito lo despertó diciendo que tenía un llamado de María Ester.
Lito atendió intrigado —algo de la vieja esperanza lo despabiló—. Pero, con pocas palabras, María Ester le contó que estaba buscando donantes de sangre para su madre, y recordaba que él tenía de la preciada cero negativo.
―Claro, María Ester, no hay problema. El lunes, a primera hora, estoy en el sanatorio.
Y así fue que se cruzaron fugazmente en la clínica. Como aquella vez, se saludaron rozando las mejillas. Y, en ese roce, Lito reconoció un viejo perfume.
Cuando terminó la extracción, tomó el café con leche con medialunas y se fue para la fábrica. Mientras manejaba, se preguntaba si la llamaría.
Si bien la salud de la exsuegra era suficiente motivo para un llamado o mensaje de texto, no quería que María Ester sospechara una segunda intención. Que no se confundiera. ¿O el confundido era él?
Se descubrió pasándose la mano por el cachete. Y, acercándola a la nariz, intentó retener la fragancia de la colonia de María Ester. Lo recorrió un escalofrío.
Entrando en el estacionamiento de la fábrica, algunos compañeros y operarios rodearon el auto de Lito, que se bajó sin entender. Rápido le explicaron que hacía apenas unos minutos el depósito de materiales había colapsado, y el pesado tabique lateral de su oficina le cayó sobre el escritorio.
Sin dudarlo mas, Lito llamó a María Ester, su heroína.




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