lunes, 24 de noviembre de 2014

Un otoño para recortar y armar

Por Alejandra López.

A pesar de que sufrí mucho cuando papá falleció y yo tenía apenas cinco años, nunca me quejé de mi destino. Creo que recién ahí tuve la plena noción de que la muerte es para siempre. De que el “nunca más” es eso, nunca más.
Nunca más la mano de papá sostendría la mía en nuestras caminatas hacia la plaza, nunca más empujaría el columpio mientras yo le gritaba: “Más alto, hasta el cielo.”, entre risas y cosquilleos de panza. Nunca más me acostaría con él en la cama matrimonial mientras mamá lavaba los platos de la cena y nosotros dos leíamos. O más bien, yo miraba las imágenes de “Caperucita Roja” porque aún no sabía leer y él hojeaba el periódico.
El infarto llegó prematuro en una mañana de otoño, durante el desayuno lo vi agarrarse el pecho y luego cayó desplomado, arrastrando la taza de café con leche al piso. Muerto. Para siempre. Nunca más oiría sus palabras, su voz melosa con la que me decía “princesita”.
Sobrellevé mi infancia como pude, el dolor de la pérdida quedó siempre latente.
Años más tarde, cuando yo era adolescente, mamá formó pareja de nuevo y de esa unión nació mi única hermana: Calista.
Cosas de mamá que quiso ponerle un nombre que empezara con la misma letra que el mío: Cintia.
Mi relación con mi padrastro no era ni buena ni mala, no había relación. Esto se acentuó con el nacimiento de mi hermana. Ese hombre tenía solo palabras para la hija de su sangre. El hecho no me molestaba, a los que dicen que madre solo hay una, yo les digo que padre también.
Cuando terminé mis estudios secundarios, decidí seguir el profesorado de matemática.
Supongo que por el trato con mi pequeña hermana se me despertó la vocación de enseñar.
En mi juventud hubo algún noviazgo fugaz. Siempre tuve candidatos disponibles. Pero yo les encontraba todos los defectos: que si era celoso, que demasiado mamero, que muy haragán, que muy posesivo. En realidad, buscaba al hombre “ideal y perfecto”, como la imagen que me quedó de mi padre.
La vida me volvió a pegar un cachetazo cuando tenía veinte años. No recuerdo por qué esa vez acepté irme de vacaciones con mi familia si casi siempre se iban ellos solos y yo me quedaba con mi madrina.
La cuestión es que ese verano partimos los cuatro hacia la playa. Pero no llegamos. Me contaron que un camión se nos quiso adelantar en la ruta, nos rozó, nuestro automóvil volcó y se prendió fuego.
En el accidente murieron mi madre y mi padrastro. Calista fue arrojada a varios metros del vehículo. Salvó su vida, pero por el traumatismo quedó ciega.
Yo sobreviví gracias a la ayuda de otro automóvil que paró a auxiliarnos. Un hombre se arriesgó y me sacó del coche envuelta en llamas.
Así que ahora entendí que no solo la muerte física es para siempre. Uno puede perder otras cosas para siempre. En mi caso, quedé renga por las tres cirugías que tuve que enfrentar para no perder la pierna derecha. Y mi cara está llena de cicatrices que poco pudieron disimular los médicos, la piel apergaminada por las quemaduras.
Sentí ganas de morir cuando me vi al espejo. Sentí ganas de morir con cada paso cojo que daba. Me enojé mucho con ese señor entrometido que se quemó los brazos para sacarme del auto. Quién lo habrá mandado, no hay derecho a cagarme así la vida, pensé.
Pero luego noté que las manitas de Calista tanteaban mi cuerpo y se detenían a acariciar mi cara. Inclinó su cabeza contra mi pecho y alguna fibra de mi ser, me dijo que yo era lo único que le quedaba a esa niña. Que ¡oh, designios misteriosos de la vida!, además de unirnos una misma consonante al inicio de nuestros nombres, nos unía la orfandad. Yo tenía cinco años cuando perdí a mi padre, y ella con cinco años los perdió a los dos, además de haber quedado ciega.
Me repuse como pude, con la ayuda de mi madrina que me sostenía en el dolor.
Me fijé una única meta: que Calista sufriera lo menos posible.
Por las cirugías, me demoré en la carrera. Me recibí a los veintisiete años. Para ese entonces había recorrido un sinfín de especialistas que desahuciaron a mi hermana, quedaría ciega para siempre. Ya habían pasado cinco años desde el accidente. Y si alguien cree que uno se acostumbra, está equivocado. Simplemente se carga la mochila al hombro y sigue viviendo con ella a cuestas.
Calista se había vuelto mustia, apagada. Íbamos las dos por separado a realizar tratamiento psicológico. Yo pude sobreponerme un poco porque la niña era ahora mi responsabilidad. Pero ella no progresaba, estaba siempre encerrada en su mutismo a pesar de que iba a una escuela especial y yo invitaba a sus compañeras a casa. En su cumpleaños número diez, me dijo que no quería recibir gente. Le pregunté la razón y  me dijo que no le gustaba escuchar el timbre de la puerta   cuando los padres venían a buscar a sus compañeras. Que cada timbrazo le sonaba a “Somos los padres de..., vos no tenés padres”.
Cuando me recibí de profesora de matemática, empecé a ejercer enseguida. Tenía los cursos de alumnos más pequeños, y  me di cuenta de que mi fortaleza a veces es una cáscara. No pude soportar las miradas escrutadoras de mis alumnos ni que me preguntaran por enésima vez qué me pasó en la cara o por qué caminaba así. Tampoco pude tolerar que algunas madres que esperaban a sus párvulos a la salida, me observaran con asombro o compasión, o con asco en el peor de los casos.
Cierto día me demoré en el patio de la escuela conversando con una colega. Cuando entré al aula los niños estaban muy alborotados y empezaron a correr hacia sus asientos. Pude escuchar que algunos decían: “¡Cuidado, ahí viene la bruja!”, “¡Cuidado que entró Freddy Krueger!”.
Sentí un latigazo en mi ya baja autoestima y hablé con la directora del establecimiento. Fue muy comprensiva y me consiguió un cargo en el turno vespertino para trabajar con adultos.
Tenía la esperanza de que fueran más comprensivos o disimulados que los niños.
Era un grupo de unas quince personas grandes. Si sintieron aversión o curiosidad, lo disimularon muy bien. Siempre me trataron con respeto y cordialidad. Las edades eran variadas, iban desde los veinte a los cincuenta y cinco años. Y las razones por las que habían comenzado o retomado los estudios eran diferentes.
Los más jóvenes necesitaban el título para trabajar o comenzar una carrera universitaria. Los mayores, lo hacían para llenar el vacío de sus vidas o porque los hijos los animaban a hacerlo.

A partir de ahora seguiré hablando de mí en tercera persona, porque pienso que así se  pueden disfrazar los sentimientos y el caos que se desató en mi vida.
En el comienzo de este relato, Cintia Abril estaba atravesando una etapa dolorosa donde el pasado y el presente eran lúgubres.
Su tiempo se repartía entre el trabajo y su hermana ciega. No tenía otros intereses ni amigos, y mucho menos una pareja. Sentía el vacío y la desazón de no formar una familia. Pero también pensaba que ya había tenido una y ahora todos estaban muertos, excepto la pequeña Calista.
A veces la llamaba por teléfono Damián, el hombre que había salvado su vida. Era solitario, separado y con dos hijos que estaban al cuidado de la madre. Damián se dedicaba a su negocio: un vivero a pocos kilómetros de donde vivía Cintia. Una tarde la invitó a tomar un café y le regaló un imponente rosal amarillo. Cintia encontró en él lo más parecido a un amigo.
Sin saber cómo, poco a poco, un alumno suyo comenzó a formar parte de sus pensamientos. Había seis varones en su curso, y Mario Puente la turbaba. Cintia le calculaba unos cuarenta años. Era muy atractivo, con su piel morena, sus ojos marrones verdosos y la mirada gatuna que le escrutaba atrevidamente el escote. Su sonrisa era cautivante con esos hoyuelos que se le marcaban a los costados de la boca cada vez que mostraba los dientes blanquísimos. Siempre era amable con ella, borraba el pizarrón y le regalaba golosinas. Lo malo era que Cintia lo veía juntarse con frecuencia con Pablo Ramirez, un alumno joven, de veintitantos años. Así como la mirada de Mario le provocaban sentimientos que la hacían sentir una mujer normal; la mirada de Pablo le parecía soberbia, amenazante. Pablo era un alumno conflictivo, siempre hacía acotaciones tontas e interrumpía las clases con preguntas al solo efecto de molestar. Se juntaba con Mario en el recreo, hablaban vaya a saber de qué y se reían.
Un día, cuando Cintia entró al aula, se le cayeron un par de carpetas. Mario se apresuró a recogerlas, adentro puso una nota y se aseguró de que ella viera el gesto.
Una hora después, en sala de profesores, leyó la nota: “Me pareces una mujer muy interesante e inteligente. Me gustaría compartir una charla con vos en algún café. Este es mi número de celular…”.
Podríamos decir que la nota la tomó un poco por sorpresa. Era cierto que él coqueteaba con ella, pero nunca pensó que se atrevería a proponerle una salida.
Esa noche daba vueltas en la cama con la nota arrugada entre sus manos como una colegiala.
Al día siguiente llamó por teléfono a Damián y le contó lo de la nota:
—Te considero mi único amigo, no sé qué hacer.
Damián mantuvo un largo silencio a través de la línea, hasta que dijo:
—Hacé lo que te dicte tu corazón.
—Gracias, Damián. Te quiero.
—Yo también te quiero, Cin. Pero… una cosa…
—¿Sí?
—Tené cuidado.
—¡Claro! Ya soy grande, ¿eh?
—Perdón, a veces digo pavadas.
Cintia rió:
—Nada de pavadas. Te pedí consejo y me lo diste.
—¡Suerte, Cin!
Más tarde, tímidamente, Cintia llamó a Mario. La atendió con mucha amabilidad y decidieron encontrarse después de clases, en un bar que quedaba bastante retirado de la escuela. No querían que nadie del establecimiento los viera. Charlaron como si se conocieran desde mucho tiempo atrás. Él no mencionó nada sobre su renguera y sus cicatrices.
Le contó que vivía solo, que su familia era del norte y que lo habían dejado de lado porque era alcohólico. Que vino a la ciudad con poco dinero, lo contrataron en una panadería, asistió a un grupo de autoayuda y pudo dejar el alcohol. Ahora quería estudiar para conseguir un empleo mejor y así poder salir de la pensión donde vivía.
Cintia lo escuchaba mientras daba pequeños sorbos al café que se estaba enfriando.
De repente, le dijo mirándola a los ojos que le gustaba. Que no sabía cómo se fue enamorando de ella, de su sonrisa triste, de su sensibilidad.
Cintia sintió un estremecimiento. Se produjo un silencio que interrumpió Mario pidiendo la cuenta al mozo.
Salieron a la calle donde ya soplaba una fresca brisa otoñal. Empezaron a caminar por el suelo crujiente de hojas. Así, en silencio, caminaron tres cuadras. Mario se detuvo en la puerta de un hotel. Le tomó la mano, la miró y le dijo: “Si no queres, no hay problema. Yo te espero”.
Y no tuvo que esperar, Cintia atravesó con él la puerta del hotel. Hacía años que no sentía los besos y las caricias de un hombre. Todo su ser vibró y se entregó sin cuestionamientos. Solo se dispuso a disfrutar. Él sabía cómo hacerla gozar, y ella gozó. Con dulzura, con delicadeza. Más tarde con desenfreno, con pasión. Luego de alcanzar varias veces el éxtasis, se vistieron. El sostén estaba inutilizado, Mario había cortado los breteles en un arrebato de pasión. Quedó sobre la cama,  como atestiguando el encuentro.
Él la acompañó hasta las cercanías de su casa y la saludó con un beso tierno en los labios hinchados.
Cuando Cintia entró, Calista ya estaba durmiendo junto a su madrina que se había quedado a cuidarla. “Tenemos una cena por reunión de trabajo”, fue lo que le dijo a la madrina para que esa noche cuidara a su hermana.
Después de muchos años, Cintia sintió que la vida podía volver a ser digna de ser vivida. Y con una sonrisa, se acostó a dormir.
Al otro día se puso su ropa más bonita, se maquilló y peinó con cuidado y agregó unas gotas de perfume sobre su piel. Ya no le interesaba si alguien se daba cuenta de que estaba enamorada. Ella tenía derecho y no debía rendirle cuentas a nadie de sus actos.
Entró al aula, altiva y sonriente. La sorprendió ver que todos los alumnos estaban de pie rodeando a Mario que le decía a Pablo: “¿Y? Dale pagá, gané la apuesta”.
Cuando la vieron, todos se fueron a sentar entre risas y murmullos.
Una señal de alerta se encendió en Cintia y no sabía por qué. Empezó a sentirse como aquella vez que la llamaron “bruja” o “Freddy Krueger”. Hasta que miró su escritorio y comprendió, el sostén que había quedado la noche anterior sobre la cama del hotel, ahora estaba ahí, a la vista de todos.
Sintió que se le cortaba la respiración, que las piernas no la sostenían. Dio media vuelta y salió del aula lo más rápido que pudo. No se detuvo cuando oyó que la directora la llamaba, quería desaparecer de la Tierra.

Dos meses han pasado desde aquel episodio. Ahora estoy esperando con Calista que nos llamen para abordar el avión.
Damián vino a despedirnos al aeropuerto. Mi madrina, no. Dice que no le gustan las despedidas.
En París nos espera el mejor especialista del mundo que va a operar a mi hermana. Dijo que tiene altas chances de recobrar la vista. Conseguimos que nuestra cobertura social se haga carga de los gastos de la operación. Damián (¡qué buen tipo!), nos ayudó con los pasajes y la estadía.
Ya nos están llamando para embarcar, y allá vamos. Porque la ilusión es el mejor alimento para el alma, el ser humano no puede vivir sin ilusiones.
Calista busca ansiosa mi mano, yo se la sostengo con fuerza.


– FIN –


Consigna: Redactar un melodrama, en el que los aspectos sentimentales, patéticos o lacrimógenos de la obra se exageren con la intención de provocar emociones en el lector. El trabajo debe llevar como título "Un otoño para recortar y armar". Tres de todos los personajes que crees, deben llamarse Cintia Abril (mujer de unos treinta años), Mario Puente (hombre de unos cuarenta) y Calista Martínez (niña de unos diez años). La historia tiene que estar relatada desde el punto de vista de la mujer


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