viernes, 3 de octubre de 2014

LARI, LA, LA...

Por Adrián Granatto.

—Todos lo hacen, no veo dónde está el problema— se defendió Esteban, parado frente al ventanal. Por debajo de él se veía el río. Mauro le había comentado que en días claros se podía ver la costa uruguaya. Pero ese día había amanecido nublado y el pronóstico anunciaba lluvias para más tarde.
Llegó al consultorio de Mauro por intermedio de un amigo. «Te va a venir bien», le había dicho. Esteban lo dudaba, pero terminó accediendo. Más que nada para evitar una confrontación al pedo con su amigo. Sabía que lo hacía con toda la buena intención, pero eso no significaba que le gustara. Además, la dificultad que él arrastraba era algo muy estúpido: se le pegaban las canciones patrias.
Dicho así capaz que hasta parezca ingenuo. Pero no.
Una vez estuvo cinco meses tarareando el «Himno a Sarmiento», y su esposa le pidió el divorcio. Peor le fue cuando los compañeros de trabajo firmaron un petitorio pidiendo a la empresa una suspensión por tiempo indeterminado, o hasta que dejase de tararear «Aurora».
Era algo que no podía dejar de hacer. Alguna gente habla con las plantas, otras cantan en la ducha. Él tarareaba.

*****

Calvo y de mediana edad, Mauro se dedicaba a la psicología. Esteban no estaba seguro si se rapaba o era genético, pero la luz se reflejaba en su cabeza  igual que en una bola de espejos. Esteban se mordió la lengua para no soltar una carcajada mientras se saludaban con un apretón de manos.
Se negó cortésmente a acostarse en el diván. Sabía cómo terminaban esas cosas, no era boludo. Había leído que acostado era más fácil rememorar hechos pasados. «Asociación libre» lo había llamado Freud. Y no era que él tuviera algo en contra de Freud, al contrario. Pero eso de que le estuvieran indagando el inconsciente no le gustaba demasiado. Optó por quedarse de pie al lado del ventanal, contemplando el paisaje y relojeando a Mauro por el reflejo.
El pelado vestía traje y corbata.  Esteban, que en la puta vida había usado uno, y lucía unos jeans gastados y una remera holgada, comenzaba a sentirse incómodo ante aquella elegancia. Tampoco ayudaba la enorme biblioteca que cubría una de las paredes. Ver tantos libros alineados como soldados, e imaginarse las miles de palabras que contendrían, apretujadas en la oscuridad de sus páginas —acechantes, nerviosas, anhelantes por ser leídas—, le hacía doler la cabeza. Nunca fue lector, y por ende no comprendía la pasión que despertaban los libros en algunas personas.
—Sí, admito que es una problemática bastante común —dijo Mauro desde el sillón de un cuerpo donde se hallaba sentado, con las piernas cruzadas. En su regazo descansaba una libreta abierta—. Pero cuando el trastorno adquiere visos de compulsión, como es el caso, ahí sí estamos ante algo que puede llegar a ser grave.
Esteban asintió con la cabeza, pero sólo escuchaba a medias. Su atención se hallaba puesta en el ventanal, que estaba recibiendo las primeras gotas de lluvia. De forma inconsciente, eligió una de las gotitas que resbalaban por el vidrio, y la alentó tarareándole «La marcha de San Lorenzo», en una carrera imaginaria contra las demás gotas que se deslizaban a la par. Se sentía un pelotudo, pero no dejaba de ser divertido.
—Sería muy amable de tu parte si me prestaras atención —dijo Mauro en voz lo suficientemente alta como para que Esteban, de mala gana, dejara de seguir la carrera y se girara para mirarlo.
—Perdón —dijo sin sentirlo en absoluto—. Es que no se me dan bien estas cosas.
—Eso se nota —masculló el pelado. Descruzó las piernas y se puso de pie—. Lo único que te pido es un poco de educación. No está bueno estar hablando y que me des la espalda.
—Creí que una de las bases de la psicología era esa: no mantener contacto visual con el paciente, para que se sienta más cómodo y se relaje.
—¿De dónde sacaste eso?
—Lo habré leído por ahí.
El pelado hizo un mohín con la boca, como si estuviera cargado con un as falso, y volvió a dejarse caer en el sillón. Con un gesto de sus manos invitó nuevamente a Esteban a tumbarse en el diván.
—No, gracias. Estoy bien así.
—No me rompas las pelotas y sentate —explotó Mauro—. Hace más de veinte minutos que estás parado ahí, mirando por la ventana. Apoyá el culo en el diván y déjate de joder.
Esteban se quedó boquiabierto, totalmente anonadado por los improperios del pelado. Él no estaba muy al tanto de las nuevas tendencias psicológicas, pero no creía que expresarse de esa manera ante un paciente fuera una de ellas. Aun así, todavía incrédulo, se sentó en el borde del diván, lo más alejado posible de Mauro.
—Así está mejor —dijo él. Volvió a cruzar las piernas y del bolsillo del saco extrajo una estilográfica—. ¿Puedo hablarte francamente? —preguntó.
Esteban se  echó hacia adelante, apoyando los codos en las piernas, y entrecruzó las manos bajo la barbilla.
—¿Más todavía?
—Creo que ya que viniste hasta acá, garroneando la consulta…
—Yo no garronié  nada —lo interrumpió Esteban, poniéndose derecho.
—Vos no. Pero nuestro amigo en común, sí. Me pidió encarecidamente que te ayudara, que era algo urgente.
—No es así —dijo Esteban, parándose y metiendo la mano en el bolsillo del pantalón—. Yo te pago la consulta. Decime cuánto es.
—No es necesario, lo hago por un amigo. Lo que pasa es que me hiciste calentar.
—No, no. Vos decime y yo pago. —Esteban sacó del bolsillo una billetera y la abrió. Tenía un solitario billete de cien, y luego varios de cinco y dos pesos.
—Te digo que no —dijo Mauro.
—Insisto—dijo Esteban, alargándole el billete de cien.
—No te alcanza. La consulta cuesta novecientos pesos —dijo Mauro.
—¿Novecientos pesos? —repitió Esteban. El billete le tembló en la mano—. Pero yo el diván ni te lo arrugué. ¿No hay descuento por eso?
—El descuento es darte la consulta gratis. Además, supongo que cuando cruces esa puerta no voy a verte nunca más en la puta vida.
—Eso es verdad —dijo Esteban. Guardó la billetera y volvió a sentarse.
—Como te decía —continuó Mauro—, me gustaría hablarte francamente.
—Adelante.

*****

—El problema pasa por las partes cognitivas y verbales de la memoria —explicó Mauro, dándose golpecitos con la estilográfica en la cabeza a modo de ejemplo—. Lo que hay que hacer para cambiar eso, es realizar cualquier actividad que te absorba.
—No entiendo.
—¿Nunca te pusiste a pensar por qué se te pegan ese tipo de canciones?
—Muchas veces… —admitió Esteban.
—Porque no nos sabemos la letra —dijo Mauro. Se levantó del sillón  y dejó caer la libreta al lado de Esteban. La estilográfica había vuelto al bolsillo del saco. Caminó hasta la biblioteca y se apoyó contra ella—. Recordamos el estribillo, pero no el resto. Entonces, la canción queda incompleta y se nos vuelve una idea obsesiva.
Esteban estuvo de acuerdo con eso. ¿Quién conoce completas las canciones patrias? Nadie. La mayoría hace mímica en los actos. Y si cantan, dicen cualquier boludes. Hasta con el Himno Nacional se confunden algunos.
—La canción se nos presenta cuando hacemos tareas difíciles, en las que divagamos; o fáciles, que permiten la intromisión de pensamientos repetitivos.
—¿Y qué tiene que ver con lo que dijiste primero, eso de la memoria verbal?
—Las partes cognitivas y verbales de la memoria —corrigió Mauro.
Afuera se había puesto oscuro y escucharon el retumbar de un trueno lejano. Mauro encendió las luces.
—Para olvidar una canción pegadiza hay que hacer una actividad que te absorba —dijo—, que te exija utilizar esas partes de tu cerebro. Puede ser leer un libro o ver un espectáculo.
—No soy una persona que lee.
—Bueno, ir a ver una obra de teatro.
—No me gusta el teatro.
Mauro dudó.
—¿Y qué te gusta?
—Jugar al fútbol.
—No creo que eso te ayude con este problema. Deberías tratar con un libro. Capaz algo infantil, como para empezar.
—Puede ser —dijo Esteban—. Lo voy a pensar.
Se puso de pie y se acomodó el paquete de la entrepierna. Mauro desvió la mirada y sacudió la cabeza.
—Bueno, te agradezco mucho tu ayuda —dijo Esteban, tendiéndole la mano. Dudó—. ¿Queres que te deje los cien pesos? —preguntó.
—No hace falta. Pero si llegas a volver, venite con los novecientos.
—Eso seguro —sonrió Esteban.
Salió de la consulta y Mauro espero hasta oír el ascensor bajando. Después se acercó al escritorio y sacó una botella de whisky de uno de los cajones, junto con un vaso. Se sirvió una generosa medida y se sentó en el sillón. Bebió y observó el ventanal teñido de lluvia.
Suspiró y cerró los ojos. Al instante siguiente estaba tarareando la «Marcha de las Malvinas».


FIN


Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar, inédita, escrita especialmente para el torneo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario