lunes, 23 de diciembre de 2013

Eterna

Por Diego Hernández Negrete.

Ya era mediodía y las calles comenzaban a llenarse de gente, caminé sobre una avenida atiborrada de puestos ambulantes con series navideñas, pinos artificiales y esferas de todos tamaños y colores. Estaba por terminar de vender mis muñecos tejidos al crochet, quedaba un par de ellos, una parejita de niños de suéter color violeta. En una esquina detrás de un gran puesto de juguetes estaban un niño y una niña que tiritaban de frío, el niño sostenía tres grandes toronjas que utilizaba para hacer malabares en medio de la multitud y en el regazo de la niña estaba una caja de dulces casi nueva, me detuve un instante y les sonreí, me devolvieron la mirada con cierto brillo de esperanza en sus ojos, bajé la vista hacia mis pies y los huecos de los zapatos reclamaban calor, les regalé los últimos muñecos a los niños, era su regalo de Navidad.
Atravesé la multitud y me adentré en un callejón con un jardín común que adornaba algunas mansiones, la calle había sido cerrada muchos años atrás por influencias políticas por lo que sólo servía de paso peatonal.

Muchas veces veía aquellas enormes casas y me daban unas ganas inmensas de pedir asilo temporal para las fiestas navideñas, con suerte me permitirían quedarme la nochebuena en el patio trasero junto a algún perro, mis zapatos estaban inservibles y no podía caminar más. Pasé algunas casas hasta que llegué a la sección más escondida del callejón, los árboles estaban secos y el césped estaba amarillento, en el centro había una fuente medio destruida y a su alrededor había montones de objetos viejos cubiertos de polvo, había muebles y libros, destacaba un gran cáliz ornamental que parecía pila de bautismo.

Un hombre joven salió de un traspatio cargando una caja con montones de papeles, vestía como la época colonial con su camisa y chaleco, lucía unas medias de seda con zapatos de hebilla que reflejaban los rayos del sol por su brillantez,  le ayudé a poner las cajas en el piso y sonrió mirando por detrás mío como si fuera invisible, volteé la cabeza hacia mis hombros mirando de reojo, no había nadie más, cuando volví la vista su palma me ofrecía una moneda de cobre, la tomé agradecida y me senté en aquella monumental fuente. Hice un gesto con la mano invitándolo a descansar un poco sobre el borde de la fuente.
-Agradezco su ayuda, mi nombre es Augusto
-Mi nombre es Florencia señor,  quisiera ayudarle con la mudanza a cambio de un techo por esta noche.
-¿Sabías que hoy es el solsticio, la noche más larga del año?-preguntó Augusto.
Desconcertada lo miré a los ojos para tratar de adivinar si estaba cuerdo, eso explicaría su anticuada vestimenta y su mirada extraviada.
-La verdad que todas las noches me parecen iguales, muy largas y frías- Contesté mirando mi abrigo agujerado. -Estamos a algunos días de la nochebuena señor, quisiera pedirle si es que no se marcha aún, quedarme a dormir en su patio, por la mañana puedo ayudarle a dejar la casa limpia.
-No tengo nada que esperar, es hora de marcharme- dijo moviendo apenas la boca y con los ojos desenfocados.
-Lo siento señor, creo que debo seguir mi camino- dije mientras me paraba de la fuente y me disponía a marcharme.
-Necesitas ver la casa primero- dijo Augusto.

El hombre se paró y caminó hacia el traspatio, lo seguí mientras mis ojos observaban aquella gran estructura corroída, con plantas saliendo de los muros resquebrajados.
-Ten cuidado porque no hay luz eléctrica.
-No se preocupe señor, lo iré siguiendo.
-Llámame Augusto.
Nos adentramos a la mansión por un largo pasillo oscuro, pude oler la humedad de las plantas y la parafina de las veladoras. Mis ojos intentaron acostumbrarse a la oscuridad pero fue en vano, aminoré el paso hasta caminar arrastrando los pies.
-Señor espere un poco que no veo nada- Dije. Escuché un leve crujido de madera al final del pasillo, podía sentir suaves telarañas que se pegaban en   mi rostro.
-Al final verás una luz Florencia- dijo una voz ronca
-Señor Augusto, no veo nada.
-No le temas a la eternidad, somos libres, nada es real.
-Creo que debo irme.
Quise darme la vuelta y regresar pero un leve murmuro resonaba en todos los muros y me confundía más, estaba perdida en aquel laberinto abismal. Respiré hondo y seguí por el pasillo tentando la pared.

Una tenue luz reflejaba una sombra en la pared de la recámara, entré y vi la espalda de alguien sentado en la orilla de la cama.
-Acércate amor mío, tengo algo que decirte- dijo una voz seca
-Disculpe señor creo que se equivoca de persona, dónde está Augusto tengo que despedirme.
-Ya lo he despedido no te preocupes más, te he esperado tanto tiempo- dijo el anciano mientras suspiraba.
Me senté a su lado y vi arrugas en su cara, empecé a marearme y tuve la impresión de estar soñando, todo era muy raro.
-Tu languidez hacia la muerte casi me hace perderte Florencia, no podía esperar más,  sabía que llegarías algún día amada mía. -Sabe mi nombre, pensé-

Me quedé muda observando a aquel anciano y sus ojos se clavaron en los míos, era Augusto. La llama de la veladora se esfumó y entre la oscuridad busqué sus labios, lo besé y sentí como mis arrugadas manos tomaban sus mejillas, estaba sollozando del frío y él abrazó mi nuevo cuerpo de 5 décadas más.
-No temas más amada mía, que hemos de estar juntos para toda una eternidad.

FIN


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