viernes, 19 de julio de 2013

Historia antigua

Por Héctor Priámida Troyano.

1

Qué extraño…
Plantado en medio del pasillo, Michael se rascó la cabeza con estupor. Había ido a abonar su deuda, pero ¿a quién? El individuo no estaba.
Habría jurado que el tenderete se hallaba en ese corredor. Enfrente del bazar en el que, dos días antes, a Clarissa le había leído las cartas una hechicera disfrazada con una peluca de fantoche. Y donde había comprado las condenadas velas de incienso que hacían que la casa entera apestara a sala de velatorios.
Para entretenerse durante la espera, él había estado curioseando entre el montón de baratijas que se exhibían en el abigarrado puesto. Malhumorado, y maldiciendo a su esposa por haberle arrastrado a la fuerza a visitar aquella mierda de feria de ocultismo. Lo cual era idóneo para ella —¿acaso no era una bruja odiosa?—; a él, en cambio, malgastar una espléndida mañana de sábado en semejante estupidez le apetecía tanto como que le extirparan las pelotas con tenazas.
No entendía por qué la seguía soportando. No tenían hijos: por consiguiente, no había ningún motivo que lo mantuviera encadenado al infierno en el que se había convertido su matrimonio. Una condena que duraba ya quince años. Clarissa había sido un primor de criatura, un deslumbrante ejemplar de hembra: dulce y comprensiva y con una cinturita que podía abarcar con su mano. Lo había vuelto loco, y se había enamorado de ella como un completo botarate. Mas la felicidad había sido efímera. La perfecta casada se había quitado pronto la careta y había empezado a martirizarlo. Gruñona, mezquina, dominante, posesiva… Un dechado de virtudes, en suma. Y de aquel esplendor juvenil no quedaba nada. ¡Ta-chán! Miren ahora al espectáculo de circo: una gorda con el cabello desgreñado y grasiento y la cara reluciente de sebo, y con las mamas caídas excavando surcos en el suelo. Ni el bigote le faltaba para parecer una morsa, pensó Michael con sarcasmo.
Sin embargo, lo peor eran los celos. Una mirada fortuita (por lo general, admirativa: eso el hombre debía confesarlo) hacia cualquier fémina desencadenaba una lluvia interminable de reproches y recriminaciones. En esas ocasiones, de buena gana le asestaría el infeliz un hachazo en el cráneo; le aplastaría los sesos con tal de que su sucia boca dejara de escupir aquellos graznidos. Celos sin motivo. Porque Michael le había sido siempre fiel. Dios era consciente de que a menudo no le resultaba fácil. En aquel trabajo suyo, en la Facultad de Humanidades de Castle Rock, se encontraba expuesto de continuo a suculentas tentaciones; las muchachitas eran cada vez más descaradas, y vaya si le restregaban las tetas por la cara para conseguir un aumento en sus calificaciones. Unas calientapollas, las muy hijas de puta. Él se resistía. No tanto por lealtad, sino porque, en el caso de que algo ocurriera y trascendiera al conocimiento de Clarissa, podía ir despidiéndose de sus güitos.


2

—¿Le gusta, caballero?  
—¿Me ves a mí con pinta de mocoso? —había replicado él, devolviendo a su lugar de inmediato la lámina de plástico.
—Se equivoca, señor. Esto no es para niños. El «alfabeto del amor» es un juguete exclusivo de adultos. Un pasaporte seguro para la diversión —le informó el vendedor, guiñándole un ojo con una familiaridad incómoda.
 —¿El «alfabeto del amor»? ¡Qué tontería! Tuve uno de estos de chico: no es más que un simple rompecabezas. —Contra su voluntad, y obligado por una atracción inexplicable, volvió a coger el pequeño objeto.
Apenas pesaba. En un soporte rectangular, de un tamaño ligeramente superior al de una tarjeta de crédito, figuraban, grabadas en fichas diminutas, las letras del abecedario: una ficha para las consonantes, dos para cada vocal. La ausencia de una pieza permitía la movilidad de las restantes, a fin de que fuera posible combinarlas para formar palabras. En la parte de atrás, figuraban, delineadas con purpurina, imágenes de lunas y estrellas, y otros dibujos enigmáticos. Signos cabalísticos, supuso Michael.
—Este, no. Componga usted el nombre de la persona a la que desea, y la misma responderá a su invocación ipso facto. —De nuevo, un enojoso guiño, que pretendía ser pícaro.
    —¿Por qué no vendes mejor camisas de fuerza? Precisas una con urgencia. Porque estás majara, coleguita. Lo sabes, ¿verdad? Chiflado de remate.
—Ja, ja, ja. —La carcajada fue proferida con un acento grave que causó que un escalofrío recorriera la columna vertebral de su interlocutor. ¡Qué tipejo más absurdo, con aquella camiseta roja tan ajustada remarcándole los músculos, como un vulgar galán de merendero! Y a la vez, con una voz cavernosa y profunda, y una barbita recortada en punta, como la que adorna al demonio en las representaciones teatrales de aficionados—. ¿No me cree? Tómelo y realice la prueba. ¿Qué tiene que perder?
—¿Cuánto vale esta chatarra?
—No ha de pagar todavía. Cuando se disipe su incredulidad y compruebe que funciona, regresa y me paga.
—Curioso negocio —reflexionó Michael—. Así no te harás nunca rico, amigo.
—Confío en el producto. Quedará usted satisfecho, se lo prometo.
—Está bien. Allá tú. Nunca desprecio nada que sea gratis —concluyó el profesor metiéndose aquella fruslería en un bolsillo.
No es gratis. Tarde o temprano, acabará pagándolo. Todo en la vida tiene un precio.
—Lo que usted diga.
Vuelto hacia la salida, decidido a arrancar a la vacaburra de Clarissa de la tienda de la adivinadora y a irse de allí por fin, escuchó aún una postrema advertencia del dependiente:
—Disculpe mi torpeza, señor. Me olvidé informarle de que el alfabeto mágico no es infalible. Únicamente funciona con los muertos.


3

¡Era cierto! El comerciante no lo había engañado. Al llegar al hogar, había aparcado a Clarissa delante del televisor, abstraída en una de sus infectas noveluchas, y se había encerrado con llave en su despacho. Sacó del bolsillo el juguetito e hizo el experimento.
—Veamos: C… L… E… O… P… A… T… —Deslizaba las letras con destreza.
Apenas completado el nombre, a su lado se presentó la legendaria reina de Egipto. Michael se frotó los ojos. Se sentía inmerso en un episodio de aquella vieja serie… ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí!, «Más allá del límite».
No se había producido ningún chasquido ominoso, ningún sonido siniestro, ni una tétrica perturbación en la atmósfera de la habitación: la fastuosa dama se había materializado de la nada. Un momento antes, el vacío; un segundo después, la majestuosa aparición. Sencillamente.
—Cleo… Cleo… —atinó a balbucear, desconcertado.
La aludida se contoneó con lascivia y se abalanzó a sus brazos, cubriéndolo de besos.
—A ver cómo te portas, torero —le susurró, mordisqueándole la oreja. Las caricias y el aliento tórrido de su voz a punto estuvieron de conseguir que se corriera en los pantalones. Le palpitaba el rabo, a causa de la excitación—. Regálame una buena faena, Mickey, tesoro.
¿«Torero»? ¿Cleopatra me ha dicho «torero»?, se preguntó perplejo. Eso eran cosas de España, ¿no?
     —Descuida, ricura, que yo te clavaré una buena banderilla. —Y comenzó a manosearla de forma ávida.


4

Aquella dicha se prolongaba ya unos meses. Michael creía estar viviendo en una nube. Era el hombre más feliz del mundo.
Con todas esas ilustres amantes a su alcance… Prestas a realizar sus fantasías más secretas. Siervas de su lujuria, esclavas sumisas de los caprichos de su miembro. Comparecían ante él con un furor uterino desmesurado, hambrientas, con unas ansias de sexo acrecentadas por infinitos siglos de inactividad amatoria.
¡Ríete tú del fulano ese de las «Cincuenta sombras»! En comparación con él, el tal Grey era un verdadero capullo.
Después de una etapa inicial de vacilaciones, Michael había organizado a su antojo una placentera agenda.
Los lunes inauguraba la semana con la querida Cleíto. ¡Qué pibón! Con unos pechos descomunales, gigantescos, enormes como balones de playa. Y entregada, eso había que reconocérselo: se plegaba gozosa a sus más mínimos deseos y ponía a su disposición la sabiduría ancestral de las más expertas cortesanas de Alejandría.
El miércoles era el turno de Mesalina. Los historiadores de la Antigüedad no mentían; la proverbial emperatriz romana era un pimpollo, con la piel aterciopelada y los glúteos duros y apetitosos como melocotones maduros: un volcán en erupción permanente.
En cuanto a Agripina… ¡Ay, Agripina! En ella destellaban los encantos de la madurez. A la mamá de Nerón le reservaba los viernes: era talludita, sí, hacía tiempo que había dejado atrás la lozanía, pero compensaba su falta de frescura con una dedicación y un entusiasmo encomiables. Efectuaba virguerías diabólicas con la lengua, la movía como una serpiente, y el resultado era que le dejaba con las piernas temblonas, los huevos secos y la minga dolorida del éxtasis.
Martes, jueves y sábados, descansaba. Las desenfrenadas sesiones eróticas a las que lo sometían sus exigentes compañeras de adulterio lo exprimían hasta el desfallecimiento.
Una vez repuesto de las palizas que le daba Agripina, Michael clausuraba la semana con Aspasia, la culta concubina de Pericles. La moza era todo un prodigio de sensualidad: la sabionda lucía unos pezones perpetuamente enhiestos, fragantes, de color canela, que él jamás se cansaba de sobar y lamer.
—Estás muy raro. Mucho trabajas tú últimamente —le espetaba Clarissa cuando lo veía salir del despacho. La arpía aborrecía contemplar la felicidad que emanaba de su rostro—. ¿A qué vienen esas sonrisas de bobalicón? ¿Tan divertido es corregir exámenes?
Si yo te contara, zorra.


5

Algo iba mal. Aquel lunes el asunto se estaba torciendo.
Notaba las uñas de Cleopatra desgarrarle la espalda, aferrándose a ella como si fueran zarpas. La sangre fluía a chorros.
¿Y aquel olor? ¿De dónde procedía? Una pestilencia había empezado a surgir del hasta entonces delicioso cuerpo de la mujer. Lo embistieron unas náuseas espantosas, y Michael luchó por apartarse; observó que, al hacerlo, sus manos desgajaban trozos de carne putrefacta. Una materia corrompida, infectada de gruesos gusanos que rebullían y se deslizaban sinuosos, con un rastro de babas, a lo largo de sus brazos.
No es gratis, resonaron en su mente las palabras del mercader.
¡Estaba follando con una zombi! Horrorizado, el hombre continuó intentando liberarse. No podía. El pánico lo invadió al darse cuenta de que su pene permanecía en el interior de la vagina del súcubo como si lo hubieran soldado a la misma. El deleite se había transformado en una tortura inaguantable: sentía los espasmos de su miembro, taladrado por una infinidad de pinchos.
Tarde o temprano, acabará pagándolo.
Percibió un atroz zumbido en el aire y una impresión de descenso vertiginoso le provocó un vuelco en las tripas. Se le aflojaron los esfínteres, los cuales evacuaron su maloliente carga.
La lucidez le despejó por un instante las nieblas del terror, y de golpe comprendió lo que sucedía.
El monstruo se estaba cobrando la deuda impagada. Le estaba arrebatando la existencia, lo conducía en sus garras hasta el seno de la muerte. La estancia se había volatilizado, y solo lo rodeaba la oscuridad más impenetrable. A pesar de las tinieblas, intuía la proximidad de un cadáver malévolo. Lo acometió una angustiosa sensación de asfixia, como si unas vendas lo estuvieran aprisionando.
Aulló, con la razón extraviada, al percatarse de que se hallaba enterrado en un húmedo y fétido mausoleo. En la postrema morada subterránea de la reina Cleopatra.
Todo en la vida tiene un precio.


FIN



      


      NOTA:

     «El Edén De Los Novelistas Brutos» te informa de que debes escribir un relato de género erótico para competir en el Mundial que estamos realizando.
El texto debe estar escrito en Times New Roman 12, interlineado sencillo, predeterminado del word, con una extensión mínima de dos hojas y un máximo de cuatro, ni más ni menos.

1 comentario:

  1. Interesante, creativo Y sorprendente, tal vez debío haber pagado con dinero ese juguete pero de ser así no hubiera habido historia. Saludos!

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