lunes, 15 de julio de 2013

El tercer ojo

Por Alejandra López.

    La denuncia por la desaparición de la menor Melina Fernández, recayó en las manos del inspector Rodrigo Leone.
Después de leer atentamente los papeles, conversó con su ayudante, quien le explicó que una vecina había acompañado a la madre de la pequeña para realizar la denuncia porque la mujer era indigente y analfabeta.
Se trataba de una niña de trece años con una discapacidad mental moderada que vivía en la villa junto a sus padres y siete hermanos más chicos que ella.
Según las declaraciones de la madre, el día anterior la pequeña desapareció a las tres de la tarde cuando se encontraba jugando sola con una muñeca de trapo, en la puerta de su casa. Esta rutina la practicaba todos los días.
A las cuatro y media de la tarde, la madre mandó a otra hija a buscarla porque estaba empezando a llover, pero la hermana no la encontró. Solo halló tirada en el medio de la calle de tierra a la muñeca de trapo.
De inmediato fueron a las casas vecinas para preguntar si habían visto a Melina, pero nadie sabía nada.
Algunos vecinos comenzaron a buscarla por la villa y otros, se dirigieron en sus bicicletas hacia el centro pero no se obtuvieron resultados.


El inspector Leone le preguntó a su ayudante:
—¿Ya mandaron personal a interrogar a los vecinos y a rastrillar las áreas cercanas y el río?
—No, estaba esperando que vos dieras la órden.
—¿Cuánto hace que trabajás conmigo Fonseca?
Fonseca titubeó, sabía que el estúpido de su jefe se traía algo entre manos.
—Un año y tres meses.
—¡¿Y todavía tenés que esperar mi orden?! Esto es rutina y el tiempo en estos casos es importantísimo.
Fonseca se quedó callado, mirando el portarretratos que estaba sobre el escritorio de su jefe donde una mujer jovencísima le sonreía a un niño lleno de rulos y con cara de enojado. Pensó que si el hijo de su jefe viviera, seguramente sería tan cabrón como el padre. Un grito lo sacó de sus cavilaciones.
—¿Y? Dale ¿qué te quedás esperando? Movéte de una vez.
Fonseca se dirigió hacia la puerta, mientras Rodrigo se sentaba y comenzaba a hojear otro expediente:
—Ah, Fonseca…
—¿Sí?
—Avisáme cómo marcha todo, mientras yo sigo con el caso de la secta.


Bajo un cielo borracho de estrellas, se escuchaba en el bosque un coro de voces que pronunciaban una oración:
Creo en un solo señor Satán todopoderoso. Creador de la justicia y la venganza, creo en un solo señor Lucifer, ángel temido por el mismo Dios, desde antes de todos los siglos, Satán, Beliel, Lucifer y Leviatán. Temido y respetado por el mismo Dios por quien fueron condenados. Que con su poder y creencias lucharon contra el cielo, y por su obra de su convencimiento se hicieron de legiones y armaron el ejército. Padecieron y fueron condenados. Pero resucitaron con más poder para matar a Dios padre. Y ahora vendrán con la gloria para matar pastores y ovejas y este reino será su fin. Creo en el Anticristo, Señor dotado con el conocimiento oculto, que procede de las millones de legiones. Que con los cuatro príncipes y sus legiones recibe el mismo temor y victoria.
Luego de pronunciar esta oración, un grupo de ocho personas vestidos con túnicas negras, se acercó con sus antorchas hasta el improvisado altar que consistía en un tronco cubierto con un mantel negro. Sobre él, había un cuerpo humano mutilado. Un hombre, tomó el copón que estaba al lado del cuerpo. En un gesto, como imitando la consagración, lo levantó hacia el cielo pronunciando en susurros una breve oración. Luego lo bajó y repartió una hostia y un trozo del cadáver a cada integrante de la secta. Todos recibieron su porción y la comieron.


El inspector Rodrigo Leone se encontraba en su oficina leyendo un libro sobre las sectas para tratar de resolver el caso del robo en la iglesia del pueblo. Habían forzado la cerradura durante la noche y solo habían robado del sagrario el copón con las hostias consagradas. No destruyeron nada, por lo tanto, no creía que se tratara de un hecho de vandalismo. Esa misma noche fue profanada la tumba de una joven en el cementerio local, la muchacha había fallecido tres días antes por causas naturales y su cadáver desapareció. Además estaba el hecho de que un par de amigas se suicidaron el mes pasado en el cuarto de herramientas del padre de una de ellas. Las chicas se ahorcaron y en el lugar, personal policial encontró un tablero ouija.
Todo esto le hacía suponer a Rodrigo que había una secta operando en el lugar. Por lo que había alcanzado a leer en el libro, las sectas más peligrosas secuestraban para los sacrificios, a niños de “madres sin papeles” o indigentes. Esto le hizo pensar que tal vez el caso de la pequeña Melina Fernández, podría estar relacionado con una secta satánica.
Había pasado dos horas leyendo y tomando anotaciones. Eran las diez de la noche y ya estaba exhausto. Echó un vistazo al portarretratos que estaba sobre su escritorio: la foto de su ex esposa con su único hijo. Las dos personas a las que más amaba en el mundo, las había perdido.
Sentía que con Sandra, su esposa, tal vez sería más fácil para él poder resolver las investigaciones. Ambos se habían conocido mientras prestaban servicios para las fuerzas de seguridad. Cuando a Rodrigo lo subieron al cargo de inspector, pusieron a Sandra que venía de otra dependencia y estaba recientemente graduada de licenciada en criminalística, como su ayudante. Se habían amoldado fácilmente a trabajar en forma conjunta, y también se enamoraron.
En un año se casaron y a los diez meses nació Felipe. Sandra se tomó licencia por maternidad, pero luego volvió al trabajo dejando al niño al cuidado de su madre.
El horror empezó diez años más tarde. Sandra y Rodrigo estaban analizando el accionar de una banda de narcotraficantes de cocaína que operaba en la zona.
Cuando se aseguraron de tenerlos cercados, dieron el golpe. Además de arruinarles el negocio, pudieron enviar a la cárcel al líder, que hasta ese entonces, era intocable.
Dos meses más tarde, Rodrigo fue hasta la panadería, como hacían todos los domingos, con su hijo y el cachorro que le habían regalado para el día del niño. Sandra se quedó en la casa preparando las pastas para el almuerzo.
Rodrigo entró a comprar el pan mientras el pequeño lo esperaba unos minutos en la vereda.
Cuando salió del local, su hijo había desaparecido. Solo vio al perro que arrastraba la correa y olfateaba los árboles  a media cuadra de la panadería. Rodrigo llamó al cachorro, que corrió hacia él. Lo levantó en sus brazos y empezó a gritar el nombre de su hijo en la calle desierta.
Dos días más tarde encontraron a Felipe en el río. Estaba dentro de una bolsa de consorcio con los pies y las manos atados. En su carita llena de cortes, se leía perfectamente la palabra “talco” tatuada a cuchillo.
Era fácil deducir que se trataba de una venganza narco, ya que “talco” es la palabra que usan en la jerga delictiva para denominar a la cocaína.
Nunca pudieron capturar a los autores de la muerte de su hijo, pero sabían que fueron enviados por el líder que estaba detenido. A este delincuente lo encontraron un mes más tarde ahorcado con las sábanas, en su celda.
Inmediatamente después de la muerte de Felipe, Sandra renunció a su cargo, seis meses más tarde se separó de Rodrigo y se fue a vivir sola. Consiguió un puesto como vendedora de ropa en una tienda del centro y no mantuvo más contacto con su esposo.
Rodrigo había respetado la decisión de ella de no verse ni hablarse, sabía que estaba muy alterada por la muerte del niño, le había dicho que necesitaba estar sola, que buscaba respuestas.
Sandra además de ser la mujer de su vida, había sido su mejor compañera de trabajo. Fonseca no era mal colaborador, pero le parecía demasiado lento y distraído para algunos menesteres. Sandra era sagaz, ágil y además contaba con un “tercer ojo”, como le gustaba llamarlo a ella, para deducir los casos.
El inspector Leone pensaba que necesitaba de ese “tercer ojo” para poder esclarecer la desaparición de Melina y su conexión con la secta, si es que la había.
Al día siguiente, Rodrigo recibió en su despacho a los padres de la niña y les hizo algunas preguntas. La entrevista fue breve, no duró más de media hora porque el padre rompió en un llanto desconsolado.
Si había algo que a Leone lo perturbaba, era ver llorar a un hombre. Las mujeres son de llanto fácil, pensaba, pero cuando un hombre llora es como quedar desnudo en toda su sensibilidad.
Esa noche Rodrigo se fue temprano a su casa. Se preparó dos huevos fritos y se sentó a cenar frente al televisor. En el canal local estaban dando el informativo. Una periodista estaba en la puerta de la casa de Melina entrevistando a los padres y vecinos. Contaban lo que él ya sabía, de cómo desapareció la pequeña, que tenía un retraso mental y podría haberse perdido, que hasta el momento no había rastros.
El inspector Leone apartó su plato a medio comer, apagó el televisor y se quedó pensando. Según le había comentado Fonseca, la búsqueda en la zona había resultado negativa, tampoco se encontró el cuerpo en el río ni en los pastizales. Que el caso se tratara de una venganza estaba descartado, los padres no tenían enemigos. Tampoco podía ser un secuestro extorsivo. Era una familia de inmigrantes muy humildes que se instaló en la villa dos años atrás. El padre trabajaba como albañil y su esposa lavaba ropa para algunas familias del pueblo y cuidaba de sus hijos. Los Fernández no se trataban mucho con la gente del barrio, pero los vecinos los apreciaban.
Rodrigo recordó el llanto desconsolado del padre y la mirada perdida de la madre. Pensó en el fin de su propio hijo y quería evitar que la niña corriera la misma suerte de su Felipe. El manejo del tiempo era crucial.
Decidió hacer una excepción y marcó el número telefónico de Sandra. Del otro lado de la línea, atendió ella:
—¿Hable?
—Hola Sandra, soy Rodrigo ¿cómo estás?
—Bien ¿y vos?
—Bien. Mirá… sé que no querés hablar conmigo pero necesito tu ayuda.
—¿Para qué? —dijo ella fríamente.
—Es por la desaparición de una nena: Melina Fernández.
—Sí, acabo de verlo en televisión. Pero yo no trabajo más en eso.
—Por favor, te pido que leas los expedientes que tengo en mi oficina y me ayudes con tu opinión y con tu…tercer ojo. Existe alguna posibilidad de que la pequeña esté viva y quiero agotar todos los recursos para encontrarla con vida, no quiero que le suceda  lo que le pasó a Felipe. —Sabía que éste era un golpe bajo, pero le pareció la forma más eficaz de convencerla.
Después de un breve silencio, Sandra dijo:
—Está bien, mañana en mi horario de almuerzo pasaré por tu oficina.


Al mediodía siguiente, en la oficina, Sandra hojeó los informes sobre la desaparición de Melina  y los de la secta satánica. Su ex esposo le había comentado que los casos podrían estar vinculados.
Rodrigo la observaba en silencio. Sandra no había perdido los rasgos hermosos a pesar del dolor. Él se daba cuenta de que su amor y su deseo no habían desaparecido. Sentía el impulso de abrazarla y hacerle el amor, de acariciar su piel, de besarla en los lugares que él bien sabía que a ella la enloquecían. Pero también sabía que si lo intentaba ahora, perdería la posibilidad de volver a empezar. Sandra era muy terca y si le había pedido un tiempo para “encontrar respuestas”, él tendría que seguir esperando. Porque en el fondo, estaba convencido de que ella aún lo amaba.
—Quiero ver otra vez lo que pasaron ayer en le informativo. —dijo Sandra sacándolo de sus pensamientos.
Rodrigo reprodujo en su computadora el video de la filmación periodística del día anterior. Sandra lo miró tres veces con mucha atención. Luego levantó la vista hacia él y le dijo:
—Tendrías que conseguir una orden para allanar la vivienda de los Fernández y revisar la casa. Además hay que interrogar nuevamente a la madre.
Rodrigo la miró sorprendido y dijo:
—¿La madre? ¿No te parece una pérdida de tiempo? Nos pasaron información confidencial. Dicen que este viernes por la noche o la madrugada del sábado los de la secta harán una nueva reunión en le bosque añejo. Los sorprenderemos allí, pero mi intención es encontrar a la niña antes de ese día. Hoy es martes y de acá al viernes no sé si la vamos a encontrar con vida.
Sandra lo interrumpió:
—Rodrigo, me pediste ayuda y estoy tratando de dártela. —dijo Sandra con calma— Espero estar equivocada, pero desde mi punto de vista, para Melina ya es tarde.
—Pero…¿por qué?
—Hay algo en la madre, que me hace sospechar de ella. Mirá esto. —le dijo Sandra invitándolo a ver nuevamente el video.
Rodrigo se sentó al lado de ella y sintió el dulce perfume que llevaba puesto. Haciendo un esfuerzo por no abrazarla, se concentró en ver la reproducción y prestó atención a las explicaciones de Sandra.


En la mañana del miércoles, con la autorización del juez, se allanó la casa de los Fernández.
Encontraron el cadáver de Melina dentro del pozo ciego que estaba al fondo de la vivienda. La madre confesó la autoría del crimen. Le golpeó la nuca a su hija con un ladrillo cuando la niña estaba recogiendo huevos en el gallinero. Según el forense, el golpe no la mató. Melina murió por asfixia adentro del pozo. La mujer dijo que lo hizo porque la discapacidad mental de su hija la molestaba y le daba mucho trabajo.
Sandra había visto ciertas incongruencias en la nota periodística. El lenguaje no verbal, a diferencia del lenguaje verbal, nunca miente.
Sandra fue una alumna brillante en su carrera, especialmente en psicología social y general. Para ella era fácil detectar la mentira. Y en la madre de la niña percibía claramente la intención de tapar la verdad. La mujer no miraba a los ojos a la periodista que la entrevistaba, el tono de su voz era inseguro y tragaba saliva continuamente. Sus puños estaban apretados, lo cual indicaba la intención de ocultar la verdad.
El miércoles por la noche, Rodrigo llamó a su ex esposa para agradecerle la ayuda. Cortó contento la comunicación, ella le dejaba una puerta abierta cuando le dijo: “Me debés una cena”.
Después de cortar la llamada, Sandra tomó las llaves del auto y salió. Luego de conducir unos veinte minutos, llegó a la antigua estación de trenes, era un lugar alejado de la ciudad y estaba abandonado. Las formas de los bancos se recortaban fantasmales en la oscuridad. Echó una mirada al reloj de su celular, las veintitrés y treinta, estaba llegando media hora tarde. Esforzó la vista y distinguió que en un banco alejado había algunas personas. Se arrimó a ellos y los saludó diciendo: “Disculpen la demora, me atrasó una llamada telefónica. Pero es importante que nos reunamos todos. Sé con certeza que la policía anda pisándonos los talones. Ya no podremos reunirnos más en el bosque añejo. Así que ahora tenemos que decidir entre todos a dónde vamos a celebrar los rituales”.

Mi reto era el de escribir un cuento policial/detectivesco.

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