viernes, 28 de diciembre de 2012

Pequeño gran regalo

Los campanilleros

En los cielos cuajados de estrellas,
que ya es nochebuena vamos a cantar,
todos juntos con los pastorcillos llevando jazmines al niño Jesús, 
al niño Jesús, al niño Jesús, 
que ha nacido a mitad de la noche los animalitos le han dado calor.
Van siguiendo un cometa plateado,

que se ha detenido sobre un olivar,
hay luciérnagas revoloteando la escarcha y la luna le van a adorar, 
le van a adorar, le van a adorar,
hay fragancia de los limoneros aunque es pleno invierno florecieron ya.
Se respira un aire distinto en todo la tierra se siente un rumor,

va endulzando a los corazones, 
no saben que lejos ha nacido ya,
ha nacido ya, ha nacido ya, 
por Belén en un pobre establo adoran a un niño, al niño de Dios.

Por Angie Leal Rodríguez.


 Hoy es veinticuatro de diciembre, un día especial para la inmensa mayoría de las personas, los niños se ponen felices porque esa noche llegará Santa Claus cargado de regalos, los adultos se concentran en festejar con ricos platillos, bebidas, postres; pero sin duda la convivencia familiar y la reflexión son lo mejor de estas fechas.

Esta vez el gordo no se va a acercar a mi casa, no hay chimenea para que entre, no hay pinito con luces ni esferas, aunque sí hay dos niños que lo recibirían encantados, mis hijos Esmeralda y Jesús.


Esta mañana, como siempre, desperté muy temprano para prepararme para ir a trabajar pues a mis jefes no les importa que sea nochebuena, también hoy se tiene que recoger la basura que la gente saca a las calles; solo me dio tiempo de tomar café, me despedí de mi esposa Xóchitl y volteé a ver a mis hijos que aún dormían arropados y juntitos aguantando el fuerte frío que hace; salí corriendo a tomar el microbús.


A los pocos minutos sale el sol, los negocios empiezan a abrir, las calles se pueden ver ya con muchas bolsas de basura en las esquinas, cajas, botes, verdaderos focos de infección. ¡El día no puede ir peor! Hay demasiado trabajo, el frío cala hasta los huesos, ni siquiera he podido comer uno de los burritos que me puso mi esposa para el lunch, mis tripas gruñen, tengo la nariz helada, las orejas tiesas, a ver si esta semana puedo comprarme un gorro.


A lo lejos se escucha un villancico que reza: “en los cielos cuajados de estrellas,
que ya es nochebuena vamos a cantar…” 
No puedo evitar recordar cuando siendo niños mis hermanos y yo pasábamos el día cantándolo mientras nuestra madre preparaba los buñuelos, ¡qué recuerdos! Me quedé absorto por unos segundos escuchando, recordando… hasta que oigo la voz de mi compañero el de la campana que me dice “¡Hey, Juan! Muévete, que nos estás retrasando”. Seguí con mi trabajo recogiendo bolsas y echándolas al camión; así pasamos varias calles más, mientras el sol empezaba a calentar un poquito, y afortunadamente tuvimos diez minutos para comer; luego seguimos con nuestra labor.


En este trabajo todo es rutina constante, yo no sé si en los otros, pero en el mío nunca pasa nada diferente, a diario es lo mismo en una calle o en la otra; que si la chica de la panadería con el escote pronunciado, que si el anciano de la barbería se asoma a saludarnos, que si la señora de la florería nos regala una sonrisa, todo es lo mismo. Ya quiero estar en mi casa, con mis hijos y con mi esposa, descansar, dormir un rato, tomar una taza de café humeante, pero bueno, mejor me aplico y sigo con mi rutina.


            ¿Qué es esto? Alguien llora… un bebé… ¿pero un bebé en la calle? ¿Dónde? Aquí solo hay basura, no es lugar para bebés. “Hay luciérnagas revoloteando la escarcha y la luna le van a adorar…” Sigo el sonido del llanto y me doy cuenta de que viene de un bote negro cubierto apenas por un pedazo de cartón, lo levanto y ahí en el fondo lo veo, no puedo evitar sorprenderme, mi corazón se acelera; meto las manos para sacar de ahí al bebé y abrazarlo para darle un poquito de calor, está mal envuelto en una frazada azul claro, me quito la chamarra para cubrirlo; puedo ver que es un niño como de tres meses, de piel clara, y cabello abundante, sus ojitos llenos de lágrimas no paran de llorar, sus grititos salen de su pecho como si quisiera que el mundo lo escuchara, algo le duele, seguro el frío intenso le ha causado hipotermia. Mis compañeros ven lo que acabo de encontrar  y se acercan asombrados, “¿qué madre irresponsable pudo haberlo abandonado así? ¡Tan chiquito! ¡Tan indefenso!” dicen indignados.


            No pude dejar de abrazar al pequeño, poco a poco dejó de llorar, sus ojitos oscuros volteaban a verme y sentí como si me agradeciera, ¡qué sensación tan bonita! Recordé la primera vez que tuve en mis brazos a mis hijos, ¡pasan tantas cosas por la mente en ese instante! El corazón se llena de gozo y el alma se hincha de amor.


El trabajo se había pausado, el chofer del camión recolector, el campanillero, y mi otro compañero estaban viéndome y comentaban qué podíamos hacer con el bebé. Varios mirones también estaban ahí también; supe por sus comentarios que nadie había visto a la mujer que lo abandonó, eso es lógico en una ciudad tan grande. Después de varios minutos tuvimos que reanudar labores, quedamos en que un compañero y yo iríamos a las oficinas del departamento familiar en el ayuntamiento para entregar al bebé a una trabajadora social y que lo revisara cuanto antes un médico aun cuando ya se le veía color en sus mejillas y se notaba tranquilo.

           

            Pedro y yo llegamos al lugar donde dejaríamos al bebé, le dimos un último abrazo y con pesar se lo entregué a la señora de trabajo social, a la vez le conté cómo lo encontramos y puse de testigo a mi compañero. Le pareció una historia conmovedora y triste, pero se alegró de que lo hubiéramos encontrado a tiempo. Sin más lo dejamos con ella después de llenar y firmar unos papeles y regresamos a la calle en la que seguían trabajando nuestros compañeros.


            Pasaron las horas y regresé a casa, ¡se me hacía tarde por ver a mis hijos y abrazarlos fuerte! En cuanto vi a mi esposa empecé a contarle lo que había pasado esa mañana! Me dijo que me notaba muy emocionado, y no era para menos. El haber salvado a ese bebé me hizo darme cuenta de lo verdaderamente importante en la vida, apreciar el valor de la familia, dejar de quejarme por las cosas que no tengo, agradecer a Dios por la salud de los míos y por el trabajo que me permite que nunca falte el pan en nuestra mesa.


            Esta navidad es diferente, sí, no hay regalos para mis hijos, pero hay mucho que agradecer y mucho amor para compartir. 

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