viernes, 11 de mayo de 2012

Rojo

Por Carmen Gutiérrez.

Basado en «La gallina degollada» de Horacio Quiroga.


     —¿Le habían dicho que tiene usted unos ojos muy bonitos? Están muy juntos y son profundos, pero quedan a la perfección con el tono moreno de su piel. Representa usted a un buen ejemplar mexicano. ¿Sabía que es muy atractivo? ¿Y que sus ojos son muy bellos?

     Alejandro se obligó a mirar a la mujercita frente a él. Levantó la vista de su bloc de notas y contestó: 
     —No.
     —Pues los tiene bonitos —afirmó ella jugando con su cabello corto casi pegado al cráneo, parecía una niña un poco crecida y con algún impedimento mental—. Combinan con su expresión melancólica.
     —Muchas gracias, señorita Mazzini —se llevó el bolígrafo a  la boca y mordió la tapa impaciente— ¿Podemos comenzar? 
     —No. Antes debo decirle que su sonrisa es encantadora. Tiene usted la cabeza perfecta. Si lo hubiera conocido en otro tiempo, se la cortaría con mucho gusto. Nada más por el placer de conservarla. Puedo hacer que una cabeza cercenada sonría, ¿sabe? 

     Alejandro se replegó por instinto contra el respaldo de la silla mirando alrededor para encontrar la puerta más próxima en caso de tener que salir de emergencia. Pero estaba solo con Berta Mazzini y eso le causó un escalofrío que supo disimular con una sonrisa de medio lado.

      —A pesar de que me siento halagado de contar con su preferencia, señorita Mazzini —volvió a morder la tapa del bolígrafo—, me encantaría comenzar con la entrevista y...
     —¿...salir corriendo de aquí? —interrumpió ella clavando sus ojos negros en Alejandro.
     —Debo confesar que sí —admitió él sosteniendo su mirada—. Este lugar me provoca ansiedad.

     Berta Mazzini se puso de pie y tocó una campanilla del otro lado de la mesa que la separaba de Alejandro. Él escuchó con atención esperando quizá que apareciera en la puerta algún monstruo salido de su imaginación pero sólo llegó un enfermero con una bandeja con galletas y café.

     —Perdonará usted que Luis sirva la merienda en cubiertos desechables —ella señaló los vasos y platos de plástico—, por recomendación de mi médico no puedo tener objetos punzocortantes a mi alrededor. Por eso Luis me cuida. Tiene miedo de que le corte la cabeza a alguien —aclaró guiñando un ojo y con una carcajada que no tenía relación con el tono en que hizo el comentario. 

     Luis, el enfermero, dejó la bandeja en la mesa, puso dos pastillas en la mano de Berta, esperó con paciencia a que se las tragara y se retiró. 

     —¿Hace mucho tiempo que está bajo recomendación de su médico? —preguntó Alejandro mientras mordía una galleta. Se había dado cuenta de que Berta no hablaría mientras él escribiera así que optó por encender la grabadora oculta en su chaqueta y dejar la libreta sobre la mesa. 
     —Desde la pubertad. —Contestó ella disolviendo el azúcar en el vaso. 
     —¿Estaba muy enferma? 
    —Si. Pero no lo sabía. Mi padre murió negándolo, mi hermano me tenía miedo—bebió un poco de su vaso—. Mi madre tenía la sangre mala. 
     —¿Su familia está con usted? ¿Saben de su tratamiento? —Preguntó Alejandro aunque ya sabía la respuesta. 
     —Los maté. Menos a mi hermano. Él siempre estaba asustado.

     Lo dijo con una naturalidad tan especial que Alejandro reconoció que tenía la oportunidad de hacer la mejor entrevista de su vida. La revista DOWN compraría el artículo con seguridad y el viaje a Cartagena habría valido la pena. Berta se llevó las manos al cabello corto y se acarició un poco las orejas, sonriendo. "Si comienza a cantar, me largo" pensó Alejandro pero sonrió una vez más. 

     —Eso es muy interesante, señorita Mazzini —reconoció él—. Agradezco la hospitalidad y el que me haya recibido. ¿Cómo fue que logró que  el hospital aceptara la entrevista? 
     —Tenían que hacerlo. Soy la dueña del hospital. 
     —¿Es por eso que vive en esta ala del edificio? 
     —Dijo el médico que tengo que permanecer lejos de la gente —enseñó los dientes pequeños y sonrió de nuevo—. Dijo que corren peligro. ¿Usted tiene miedo de mí? 
     —No veo por qué debería de temer. ¿Acaso debo pedir ayuda? 
     —No, aún no. Pero por su bien le recomiendo que no sonría tanto, es muy tentador.

     La sonrisa se congeló en el rostro de Alejandro. Ella comenzó a reír de nuevo a carcajadas. 

     —¡Es lo mismo que le dije a mi hermano antes de cortarle la cabeza a mi madre! 

     Alejandro hizo el gesto mas serio que podía imaginar y preguntó: 
     —¿Cómo lo hizo? ¿Utilizó algún instrumento en especial? ¿Fue la primera vez? 
     —No, no fue la primera. Tiene que entender algo, señor Clouthier: Éramos una familia de locos, en una medida u otra. Mi padre me adoraba pero era un idiota como todos sus parientes, mi madre se drogaba cada día. No teníamos a nadie que nos cuidara o nos educara y tuve que aprender este complicado arte...

     Ella guardó silencio sin apartar la mirada de Alejandro quien se recargó en la silla poniéndose cómodo en apariencia pero en realidad su cuerpo quería poner distancia. 

     —Interesante... interesante, señorita Mazzini. Da un perfil previo a todo lo que sucedió después ¿Quiere contarme? 
     —¡Mire, estúpido reportero de mierda! —Se puso de pie en un salto y lanzó el vaso contra la pared—  ¡Si yo quisiera que me analizara estaría buscando a un profesional, no a cualquier pelafustán, engreído y morboso como usted!  

     Luis apareció en la puerta mirando la escena con el ceño fruncido, Berta pareció notar su presencia y dejó de dar puñetazos en la mesa.

     —Yo... lo lamento...—Alejandro sintió que el corazón se le salía del pecho, pero fingió pesar usando su mirada de conejo desvalido— Puedo retirarme si gusta... no era mi intensión molestarla...—hizo ademán de acercarse a la puerta, con lentitud pues sabía que Luis lo observaba. 

     Berta se llevó las manos a los oídos y no dijo nada por un momento. Al parecer las voces de su cabeza estaban gritando todas al mismo tiempo, porque se dio unos golpes en las sienes con las palmas abiertas y comenzó a respirar agitadamente.

     —Quédese —dijo ella al fin con voz muy aguda y baja. Parecía una niña regañada, demasiado flaca, demasiado pequeña—. No gritaré más, se lo juro. 
     —¿Segura? —preguntó él fingiendo que dudaba. 
     —Lo juro. Lo lamento —comenzó a comerse las uñas nerviosamente—. Le contaré todo.
     —La escucho...—volvió a sentarse sin apartar la mirada de la “señorita Berta Mazzini Ferraz”

     Ella volvió a tirarse de los minúsculos mechones de cabello de manera compulsiva, su mirada desvariaba en un claro esfuerzo por hilvanar las ideas, cuando habló su voz sonaba tranquila y concentrada. Alejandro tomaba notas mentales de estos cambios para redactarlos en el artículo de DOWN.

     —Mis padres nos criaron en esta casa, de hecho no he salido de aquí salvo en ocasiones especiales. Mi hermano parecía no existir salvo cuando estaba conmigo. Yo le enseñe a jugar, yo le di cariño. Él fue lo que llegó a ser por mí. Mi padre… ¿Se lo dije? Era un idiota. Sus hermanos eran conocidos como los idiotas Mazzini, no tenían dones para nada, pasaban el día en el club de “caballeros”  escuchando lo que los demás decían sin tener opinión alguna de nada. Unos idiotas. Cuando nací mi madre desarrollo la tisis. Eso le dio permiso para dejarnos a mi hermano y a mí en completa libertad. Mi hermano era enorme. Lo adoraba. Es una lástima—dijo con ojos llorosos—. En realidad lo quería mucho.

     Luis se acercó un poco más, dejando su anónimo lugar junto a la puerta. Alejandro creyó que el enfermero había detectado una posible crisis en la emoción impresa en la voz de Berta pero fingió no darse cuenta.

     —Comenzamos con algunos bichos.  Les quitábamos la cabeza y los observábamos morir poco a poco, mi hermano lo intento con una gallina. Le dije cómo tenía que torcerle el cuello, le pedí que la soltara para ver que hacía y él lloró como una niña cuando vio que el cuerpo daba algunos pasos con la cabeza colgando de un pellejo. No dejó de hablar de eso en mucho tiempo y creo que su curiosidad quedó satisfecha, pero yo quería más. El color de la sangre me torturaba, quería tocarla de nuevo, untarme en ella.  Tenía impresa en la retina el color rojizo y el olor a cobre en la garganta —se llevó los deditos extendidos a la nariz y los olisqueó con función, casi con placer—. El primero para mí fue el gato. Hice una obra de arte con él.

     Alejandro fijó los ojos en ella pero Berta jugaba con una mancha de café sobre la mesa. Hacía figuras grotescas con la mano derecha extendiendo el líquido sobre la madera pulida, con la otra se acariciaba la oreja izquierda.

     —Mi hermano comenzó a alejarse de mí. Me temía. Descubrió mi obsesión y se propuso curarme. Me llevó al matadero. Creo que pensó que el ver como destazaban a las vacas y a los puercos me curaría. Pero eso me llevó al éxtasis, creo que ahí tuve mi primer orgasmo —soltó una carcajada aguda—. He tenido muy pocos ¿sabe? Eso no es bueno. No lo es.
     —¿Qué edad tenía entonces? —preguntó Alejandro antes de beber un poco más de café. De pronto tenía la garganta muy seca.
     —Diez años. Cuando volvimos a casa le corté la cabeza a la criada. Mi arte se vio entonces enardecido por el poder sexual.  Mi hermano lo descubrió y…¿Se siente usted bien? Está muy pálido.

     Alejandro parpadeó varias veces para tratar de enfocar la vista. La mesa parecía estar muy lejos y cuando trató de recargar las manos en ella perdió el equilibrio y cayó al suelo. Sintió que las manos fuertes del enfermero trataban de levantarle pero perdió el conocimiento.

     “…va cabalgando un jinete…vaga solito en el mundo… y va deseeeeando la muerte…”

     Lo despertó la voz de niña de Berta cantando: “Lleva en su pecho una herida…va con su alma destrozada…quisiera perder la vida…y reuniiiiirse con su amada”
     —Ha despertado, señor Clouthier. Justo cuando estoy por terminar.
     Él trató de moverse pero se dio cuenta de que estaba paralizado y solo pudo mover la cabeza un poco para tratar de reconocer el lugar donde estaba. Era una habitación amplia con imágenes pintadas en las paredes. Sin ventanas y con Luis en la puerta estaban casi a oscuras a excepción por la luz de una vela que alumbraba el rostro de Berta, quien al parecer escribía algo en la pared.

     —Esa canción es de su país ¿No es cierto? —preguntó ella sin volverse— La escuché hace muchos años. Siempre me recuerda a alguien que no conozco. Bueno, ahora me recordará a usted. “La quería más que a su vida…y la perdió para siempre…” Es hermosa.

     La visión de Alejandro aun era borrosa e imprecisa, pero creyó reconocer rostros en las paredes. Un sollozo llamó su atención y se volvió hacia la puerta. Luis lloraba copiosamente y trataba de cubrir su rostro con las manos. Berta corrió a sus brazos y lo cubrió de besos. Alejandro no entendía nada.

     —No llores, hermano mío —dijo la mujercita con ternura. Una ternura escalofriante—. Te prometo que es la última vez. Sabes que soy una artista y que moriré si no lo hago.

     Alejandro entonces comprendió. El terror le llenó el cuerpo de adrenalina y le impulsó a levantarse. Tenía un corte limpio en el costado, un escalpelo estaba tirado en el suelo a su lado. La sangre que salía de su cuerpo estaba siendo drenada en una olla de aluminio que descansaba en carbones al rojo. Distinguió su rostro en la pared, sonriendo de medio lado, pintado con su propia sangre en una técnica desconocida para el mundo. Iba a gritar cuando su cabeza fue separada de su cuerpo de un tajo.  Con sus últimos cinco segundos de conciencia reconoció que en verdad era una obra de arte.


     —¿Le habían dicho que tiene una boca muy bonita, señor Córdova? Muy carnosa y amplia, combina muy bien con su nariz que, aunque es grande, enfoca el ángulo de sus pómulos y resalta la curvatura de la sonrisa. Tiene usted la cabeza italiana perfecta. ¿Lo sabía?

     Horacio Córdova sonrió con timidez. Si no le hubieran asegurado que SyFy compraría la entrevista ni siquiera hubiera salido de Buenos Aires.

     —No lo sabía.
     —¡Oh! No tenga miedo.  Es usted muy tímido, señor Córdova. ¿Puedo tutearte?—preguntó la mujercita de cabellos muy cortos— Tú puedes hacerlo también.
     —Lo agradezco de verdad. ¿Vos vivís en el hospital?

     Ella tocó una pequeña campanilla sin dejar de sonreír. Un enfermero de gran tamaño entró llevando mates y pastitas en una charola de plástico. El hombre parecía haber llorado mucho o sufrir de una  terrible alergia, tenía los párpados muy hinchados. Dejó los vasos sobre la mesa y le dio a Berta Mazzini dos pastillas. Esperó a que las tomase y se quedó de pie junto a la puerta.

     Ella dio un sorbo al mate y lo degustó en el paladar. “Che, si empezás a cantar me largo” pensó Horacio.

     —Claro que vivo en el hospital. Estoy en tratamiento —contestó ella muy seria. 
     —¿Y no te aburrís acá tan sola? —preguntó Horacio dejando la libreta en la mesa.
     —No. Soy una artista. —dijo Berta sonriendo. Siempre sonriendo.

FIN

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