miércoles, 2 de mayo de 2012

Mañanas imaginarias


Por Adrián Granatto.


Desde que empezaron las clases me levanto a las seis de la mañana para preparar a los chicos. A Victoria la pasan a buscar a las seis y media con el transporte escolar y Nacho entra a las ocho en el colegio que queda a cuatro cuadras. Noelia, mi esposa, ya está en el trabajo, así que soy yo el que se ocupa de esto. Para no correr el riesgo de quedarme dormido, luego de que pasan a buscar a la nena prendo la computadora y escribo un rato hasta las siete y media.
A esa hora es todo silencio, excepto por los coolers de la CPU. Ese zumbido lo tiene uno tan asumido en el cerebro que ya no lo registramos como un sonido en sí. Lo mismo pasa con los relojes de pared: al principio el "chis chis" arrastrante de las manecillas parece repercutir en toda la casa para luego pasar a formar parte de nuestro rango sonoro, con lo que nos encontramos mirando varias veces el reloj para ver si funciona. En otras palabras: uno se acostumbra a ciertos sonidos y ya deja de oírlos.
Pero hoy, mientras repasaba un texto viejo y amenizaba el momento con unos mates, algo me distrajo. Al principio no supe qué era, sólo entendía que una nota disonante se había hecho presente.

           Abrí la puerta para escuchar mejor, creyendo que el sonido venía de afuera, y me encontré con la niebla. No es algo inusual en la zona donde vivo, pero eso no quita que siempre me incomode verla. Es una niebla pesada y gris que convierte al mundo que conocemos en un interrogante. Mi imaginación se desata al distinguir unas enormes moles que avanzan lentamente entre ella. Por un instante mi ojo mental ve con claridad a bestias hambrientas buscando su desayuno matutino, para luego mostrarme lo que realmente son: camiones con acoplado esperando su turno para entrar en la balanza pública de la esquina.   
 Los perros se acercan hasta mí. Me acuclillo entre ellos y los acaricio.
—¿Todo bien? —les pregunto.
Todo okey, parecen responder con sus ladridos.
Uno de los camiones hace sonar la bocina y los perros salen disparados hacia el alambrado que corre a lo largo de todo el frente. Desde allí ladran al camión. Ezequiel, el más veterano de los perros, me echa una mirada como diciendo “Vos tranqui, que acá estamos nosotros para hacer acto de presencia”.
Entro a casa y cierro la puerta. Colgada de ella, del lado de adentro, hay una muñeca de trapo con aspecto de bruja montada en una escoba. Según mi señora, sirve para espantar las energías negativas. Me pregunto, y no por primera vez, de donde salen esas creencias. Puedo entender lo de algunos Santos, como San Cayetano o San Jorge, pero esto de las brujas me suena como algo pagano; me hace pensar en aquelarres en lo profundo de los bosques con mujeres bailando desnudas alrededor de fogatas chisporroteantes.
Me siento frente a la computadora sin quitar la vista de la muñeca. Una melena de hilos de lana roja le enmarca la cara donde luce una sonrisa radiante. Y es precisamente esa sonrisa la que me inquieta. De pronto estoy seguro de que ella es la culpable de mi malestar.
 Tengo que hacer un esfuerzo para no levantarme y descolgarla de su sitio. Hay dos cosas que me lo impiden. La primera es que, de hacerlo, significaría que la muñeca tiene influencia sobre mí; y la segunda es que Noelia me preguntaría qué pasó con la muñeca y le tendría que explicar, lo que equivaldría a una mirada de extrañeza de parte de ella, una mirada que expresaría que me faltan varios caramelos en el frasco.
Vuelvo la vista al monitor justo en el momento en que se acaba el álbum de fotos que tengo de salvapantallas y la misma se oscurece. Y en el reflejo de esa negrura me veo a mí mismo y a una figura parada detrás de mí.
En este punto voy a serles sincero y decirles que grité espantado. Me giro en la silla sabiendo que no habría nadie allí parado, pero que cuando volviera a mirar en el monitor oscuro aquella figura estaría con las manos sobre mi cuello.
Me llevo una sorpresa al ver a Nacho con los ojos bien abiertos, casi tan aterrado como yo, y pálido.
—¡¿Qué hacés ahí?! — le grité—. ¡No sabés el susto que me hiciste pegar!
—¿Yo? ¿Y vos a mí, qué? ¡Casi me cago encima con el grito que pegaste!
—¿Qué estás haciendo? —pregunté.
—Voy al baño.
—¿No podías hacer ruido al levantarte, como un chico común y corriente?
—¿Y cómo es el ruido que hacen al levantarse los chicos comunes y corrientes? —me contestó Nacho a la vez que seguía camino al baño.
—No sé —admití—. Haciendo ruido con la cama, o chancleteando al caminar, podría ser un buen comienzo.
—Claro —dijo él volviendo del baño—. Voy a tratar de recordarlo para la próxima vez. No sea cosa que nos terminemos muriéndonos los dos de un paro cardíaco por los gritos que pegás.
—¡Silencio! —susurré levantando la mano. Aquel sonido extraño había vuelto a repetirse. Era una especie de chirrido—. ¿Escuchaste algo?
Deseaba con todo mi corazón que me dijera que sí, que había escuchado algo. Si no lo hacia, era que algo malo me pasaba.
Fue un alivio cuando asintió con la cabeza.
—Es un grillo —dijo con seguridad apabullante.
—¿Qué? —dije sorprendido.
—Un grillo —repitió—. Un insecto ortóptero. Seguramente es un macho porque está cantando.
—Sé lo que es un grillo, no es eso lo que pregunto. Lo que pregunto es qué hace acá dentro.
—Romper las pelotas —fue claro Nacho—. Estuvo toda la santa noche dale que dale con la musiquita. Encima, el tipo es de repertorio acotado y siempre te toca la misma canción. —Mientras hablaba, se había arrodillado y miraba bajo la mesa—. Aparte, el hijo de puta espera que estemos dormidos para arrancar. Para mí que lo hace a propósito.
—Ojo con la boca —le advierto—. Después la tengo que aguantar a tu vieja, que me llena los huevos preguntándome de donde sacás esas palabrotas.
—¿De dónde será, no es cierto? —me dice desde debajo de la mesa. No necesito verle la cara para saber que está sonriendo.
Miro la muñeca colgada de la puerta con una chincheta y no puedo evitar también sonreírme. Me siento un pelotudo por haberle dado hasta minutos antes un aura sobrenatural, diabólica si tengo que ser honesto. En verdad es para partirse de risa. Tanto quilombo por un grillo de mierda.
Tampoco es algo de lo que avergonzarse. Soy de la idea de que hay horas específicas donde la mente es más permeable para aceptar hasta lo irreal; y estaría dispuesto a apostar que las mejores horas para eso es entre la medianoche y el amanecer.
Hay ruidos bajo la mesa.
—¿Qué estás haciendo, Nacho? —pregunto frunciendo el ceño.
—Lo encontré.
El siguiente sonido es de masticación. Escucharlo me hace poner la piel de gallina.
—¿Nacho?
—¿Qué? —dice alguien detrás de mí.
Parado en la puerta de su habitación, con cara de dormido, despeinado, descalzo y en calzoncillos, Nacho espera mi respuesta.
Lo que se encuentra bajo la mesa asoma la cabeza entre mis piernas. Ya no es Nacho, ya no necesita esa máscara, es otra cosa, y lo estoy mirando directamente al rostro.
Aquello se relame los restos del grillo y abre la boca en una sonrisa dentada.
—Hambre —grazna con voz libidinosa.
Y se lanza a mis testículos.

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