miércoles, 11 de abril de 2012

1945


Por George Valencia.


Mi nombre es Eduard Müller, sargento de la SS en el campo de
concentración de Flossenburg. Esta es mi historia.

1
 En 1937, cuando Adolf Hitler llevaba cuatro años en el poder, mi padre me
obligó a unirme a las Juventudes Hitlerianas. Por más que traté de rebelarme
contra un camino que no quería tomar, mi padre, un acérrimo seguidor del
Führer, se mantuvo en su postura, y con apenas doce años empecé a recibir la
estricta formación ideológica y militar del Nacionalsocialismo.

 Cuando dos años después estalló la guerra, yo era aún muy joven para ser
llamado a filas, así que continué con mi formación, enterándome a medias de lo
que sucedía en los países vecinos de Alemania. El conflicto no pasaba ni
remotamente cerca, y la información llegaba filtrada y amañada con el fin de
que siguiéramos con la errónea idea de que todo marchaba bien, de que no había de
que preocuparse.

 De mentalidad independiente como era, muy poco me importaban los ideales
del Partido y sus consignas antisemitas. No obstante, con el tiempo mi
personalidad fue cambiando, lenta pero inexorablemente. Me volví frío, cruel y
egocéntrico. La rígida disciplina de la educación militar me agradaba, y muy
pronto me acostumbré a la estricta rutina.

 Mis padres murieron en 1943 durante el Bombardeo de Bremen, y en la
primavera de 1944, con dieciocho años, ingresé en la SS y fui trasladado al
campo de entrenamiento de Dachau para recibir instrucción. Para agosto de ese
año estaba pronosticado que saliera del campo con destino a una unidad de la
Waffen-SS, pero en julio un numeroso grupo de miembros del Ejército se vieron
implicados en el atentado contra el Führer y fueron trasladados a Flossenburg,
así que de allí solicitaron a Dachau un contingente de nuevos efectivos, y me
eligieron a mí junto a otros trece.

 El campo era inmenso y estaba situado en el límite entre Baviera y
Turingia. Constaba de veinticuatro barracones, una cocina para los reclusos,
enfermería y algunos talleres. Y dos barracones, una tienda y un burdel para
los guardianes. En ese momento había veinte mil internados

 Sólo entonces conocí los verdaderos alcances de la guerra.

 Es increíble cómo llegas a acostumbrarte a las atrocidades que allí se
cometían. Al principio era duro y, a pesar de haber sido entrenado de forma tan
severa, en las primeras noches no podía dejar de ver los demacrados rostros de
los prisioneros. Pero en el día debía mostrar un carácter de acero y no inmutarme
al ver cómo se torturaba y asesinaba a cientos de personas.

 Luego de un mes desarrollabas una especie de coraza en tu cabeza,
aprendías a tolerar la situación y a no dejarte afectar por semejante barbarie.
Aprendías que los judíos eran una raza inferior y podían ser catalogados como
escoria humana. En las noches, en la soledad de mi habitación, una parte de mí,
la que aún tenía algo de humana, se rebelaba contra la crueldad y el salvajismo
del campo, contra la muerte que veía día tras día. Pero, con el tiempo, incluso
esa parte fue desapareciendo paulatinamente.

 Éramos asesinos profesionales, trabajadores de la muerte, y estábamos
entrenados para repartirla a diestra y siniestra de manera efectiva y metódica.
Lo hacíamos condenadamente bien, y yo no era la excepción. En apenas unos meses
fui ascendido de soldado raso a cabo, luego a sargento, y sin apenas darme
cuenta me encontré dictaminando yo mismo el exterminio masivo de hombres,
mujeres y niños.


2
 A principios de noviembre de 1944, con el invierno encima, fuimos
informados de que un contingente de trescientos prisioneros se dirigía al campo,
proveniente del sur de Baviera. Lo usual era que después de pasar casi una
semana dentro de un vagón, apiñados como hormigas, sin agua ni comida, un
cuarenta por ciento de los prisioneros llegara sin vida. Y en invierno el
porcentaje se elevaba aun más. Así que en la mañana del 11 de noviembre,
nuestro comandante, Karl Künstler, ordenó liquidar a doscientos reclusos para
abrir espacio a los recién llegados. Una parte fue conducida al crematorio
ubicado al norte del campo y el resto a las grandes fosas situadas a kilómetro
y medio por el noroeste.

 A eso de las tres de la tarde llegó el tren procedente de Baviera.

 Por orden de Künstler, fui destinado a la tarea de recibir, ordenar y
ubicar a los prisioneros, gran parte de los cuales eran prófugos o rebeldes que
habían estado huyendo y escondiéndose por meses. Los nazis éramos estrictamente
meticulosos a la hora de manejar a los reclusos, por lo que antes de pasar
revista a los ocupantes de los vagones, recibí un listado detallado con la
cantidad, sexo y edad de los prisioneros. Eran 297 en total, de los cuales 189
habían llegado muertos a causa del frío y la inanición. Éstos, una vez
contabilizados, fueron conducidos a las fosas. Los 108 restantes se formaron en
tres largas filas, luego de lo cual fueron obligados a desnudarse. En su
mayoría se trataba de hombres y mujeres de mediana edad que habían sobrevivido
gracias a su contextura física y al hecho de que hasta hace apenas unos días se
hallaban vagando libremente por el territorio alemán.

 Recuerdo especialmente ese grupo de prisioneros porque eran bastante atípicos,
muy distintos de los que solíamos recibir a esa altura de la guerra. Lo
recuerdo porque la mayoría aún tenía ese brillo de rebeldía en sus ojos que demostraba
que todavía estaban dispuestos a luchar. Por supuesto, ese brillo no tardaría
mucho en desaparecer.

 Lo recuerdo muy bien, además, porque cuando me encontraba examinando la
tercera fila de detenidos, tratando de restarle atención al desagradable olor
que despedían y echando una furtiva mirada de vez en cuando a las nubes de
tormenta que empezaban a formarse por el este, noté que una de las prisioneras
me observaba detenidamente.

 Fingí no darme cuenta y me fui acercando poco a poco a su altura, dispuesto
a castigarla por su impertinencia. Al llegar frente a ella, que seguía
mirándome sin reparos, a diferencia de los demás prisioneros que simplemente
tenían la mirada clavada en el suelo con expresión de pesadumbre, la reconocí.

 Nos miramos fijamente por unos momentos que parecieron eternos. Una
oleada de recuerdos me invadió con un repentino vértigo. Por un instante pensé
que ella iba a decir algo, pero permaneció inmutable con sus ojos fijos en los
míos. Sus hermosos ojos. Esos hermosos ojos que conservaban la misma fiereza de
siempre.

 Poco había cambiado en ella. Seguía siendo la misma mujer orgullosa de sí
que había conocido hacía nueve años, cuando aquella pesadilla aún no había
comenzando. Poco parecía importarle su desnudez y, a pesar de que estaba sucia,
ojerosa y con los labios agrietados, me miraba con la cabeza en alto en una clara
muestra de inquebrantable orgullo y osado desafío.

 Y fue entonces, al ver que su temperamento no había sido mancillado por
las atrocidades de la guerra, cuando comprendí una cosa: aún la amaba.


3
 Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que la vi.

 Yo tenía once años, y ese verano ella había llegado a pasar vacaciones en
casa de sus tíos, que vivían a cuatro casas de la mía. Provenía de Rosenheim,
un pequeño pueblecito al este de Baviera. Era sencilla, inteligente, divertida
y cariñosa. Tenía trece años, era un poco más alta que yo, tenía el cabello
castaño, la tez clara y los ojos grises más hermosos que he visto en mi vida.
Nunca los olvidé.

 Ya saben cómo son esas cosas. Un amor de verano, como suele decirse. El hermoso
verano de 1936, en Bremen. Fueron unas vacaciones inolvidables.

 Los tíos de Sascha eran íntimos amigos de mis padres y, como no tenían
hijos, se les ocurrió la genial idea de que yo me encargara de hacerle más
placentera su estadía y la acompañara de tarde en tarde a conocer la ciudad. En
un principio la idea no me gustó. Era algo tímido y me incomodaba la idea de
entablar amistad con una chica mayor que yo. Pero muy pronto mis reservas
resultaron infundadas. La niña era muy agradable y yo le caí bien, así que ese
verano pasamos juntos la mayor parte del tiempo. Solíamos ir al parque a
perseguir a las palomas, comer un helado o simplemente a charlar de mil temas
diferentes.

 Muy pronto nos hicimos inseparables. Reíamos como locos, nos contábamos
todos nuestros secretos; ella leía mucho, así que me enseñaba muchas cosas y me
contaba maravillosas historias de lejanos países y reinos olvidados, captando
toda mi atención.

 Parecía que el verano fuera a durar eternamente.

 Al final me enamoré de ella, y cuando dos semanas más tarde mis padres me
informaron que su visita terminaba creí morir de pena.

 Corrí hacía la casa de sus tíos con los ojos anegados en lágrimas. Ella
misma abrió la puerta y al instante me di cuenta de que tampoco estaba satisfecha
con su partida. Nunca había mencionado que sintiera algo por mí, pero sus
enrojecidos ojos me anunciaron que me quería y me echaría de menos. La abracé
con fuerza. Luego ella se apartó un poco y me sorprendió dándome un cariñoso
beso en la boca.

 Fue mi primer beso y eso tampoco lo olvidé.

 Momentos después sus tíos la acompañaban a la estación de trenes. La vi
alejarse calle arriba con el corazón encogido. Antes de torcer la esquina,
volteó a mirar y se despidió por última vez. Le devolví el saludo, y los perdí
de vista.

 Jamás la volvería a ver.

 Hasta el 11 de noviembre de 1944.


4
 Tuve que hacer un gran esfuerzo para combatir mi parálisis, tanto mental
como físicamente. Aquél inesperado encuentro había derrumbado en un instante la
barrera que había creado a mi alrededor para no sucumbir ante los horrores de
la guerra. Era como si un mensajero del pasado hubiese llegado para recordarme
quién era realmente. En el fondo, nunca había olvidado a esa hermosa niña que
me había conquistado con su encantadora forma de ser, aquella que me había
regalado mi primer beso antes de perderse en la bruma de la infancia.

 Pensé con rapidez y alcé la mano en dirección a uno de los soldados,
gritándole una orden que indicaba que Sascha sería asignada al Barracón Nº 13,
junto a otras prisioneras. Dicho barracón estaba destinado a las mujeres que no
salían del campo y a las que se les encargaba ciertas tareas de acompañamiento
para los soldados. Con un gesto le indiqué que, además, la había elegido para
mí como concubina personal, aunque el título oficial era “sirvienta”, ya que
las relaciones entre miembros de la SS y las judías estaban terminantemente
prohibidas.

 Le dediqué una última mirada y continué el examen de los demás prisioneros,
asignándole el destino a cada uno dependiendo de su sexo, edad y complexión
física.

 A las cinco de la tarde, con los reclusos ya ubicados en sus respectivos
barracones, y con las primeras gotas de lluvia que prometían una fuerte
tormenta, se decidió dar por finalizadas las principales actividades del día.

 El resto de la jornada estuve distraído y meditabundo. Me retiré pronto a
mis aposentos, luego de despachar rápidamente los asuntos más urgentes. Me
serví un trago y me acosté a cavilar sobre lo sucedido.

 Era increíble que después de tanto tiempo, después de todo lo acaecido en
los últimos cinco años, Sascha Haider fuera a terminar sus días en el campo de
concentración de Flossenburg, justo el lugar en que aquél chico que conociera
en el verano de 1936 había llegado a poner su grano de arena en el diabólico plan
de conquista de Adolf Hitler. No podía apartar de mi mente la fría mirada que
me habían dedicado aquellos ojos grises que en otro tiempo había llegado a amar
con toda mi alma.

 Mi temple de acero había sido horadado en cuestión de segundos. De
repente mi ceguera desapareció y tomé real conciencia de lo que había estado haciendo
en los últimos seis meses. Los que antes habían sido nuestros vecinos, amigos,
profesores, compañeros de escuela e incluso las personas a las que alguna vez
amamos, estaban siendo vilmente apresados, torturados y asesinados por nuestra
propia mano. Alegábamos que lo hacíamos por el bien de la patria o que sólo
acatábamos órdenes de nuestros superiores, pero una parte de cada uno de
nosotros no podía evitar sentirse embriagado por las ansias de poder que
nublaban nuestra razón y corrompían el corazón. De pronto me sentí horrorizado
de mí mismo. Me di cuenta de que estaba siguiendo una enloquecida y sanguinaria
causa, actuando según las doctrinas de un hombre maniático y sin escrúpulos que
había llevado a su pueblo a la perdición.

 Esa noche no dormí y durante la siguiente semana padecí de un insomnio
casi constante. La culpa me carcomía y no dejaba de pensar que el destino de
Sascha estaba en mis manos. Tenía que hacer algo. No podía permitir que la
persona que tanto había querido terminara calcinada en un horno crematorio o
arrojada al fondo de una fosa común.


5
 El 18 de noviembre de 1944, tras cuatro meses de intensos
enfrentamientos, la Tercera División del Ejército Norteamericano cruzó
finalmente la frontera alemana. Ese mismo día fuimos informados del hecho y la
moral de los soldados, ya diezmada desde que los aliados cosecharan victoria
tras victoria, fue decayendo aún más.

 Para mí esto significó tomar la decisión de una vez por todas: haría lo
que estuviese a mi alcance para salvaguardar la vida de Sascha Haider, aunque
eso significara poner en juego mi propia vida.

 En la noche del 19 ordené que la trajeran a mi habitación, aduciendo que
quería un poco de compañía. A pesar de que hacía ya una semana que la había
elegido como mi concubina, situación que aseguraba unas mejores condiciones
para ella, no me había decidido a verla. Fuera por temor o por simple
vergüenza, el hecho de encontrarme a solas con ella, cara a cara, me provocaba mucha
incertidumbre. No sabía cómo iba a reaccionar ella. De hecho, ni siquiera
estaba seguro de lo que yo iba a decir. Aun así, había llegado a la conclusión
de que no podía postergarlo.

 Veinte minutos más tarde un soldado la trajo a mi recámara.

 Estaba debidamente aseada para nuestro encuentro y, aunque esto parezca
una locura, presentaba mejor aspecto del que tenía al llegar al campo. Me
acerqué a ella con cautela sin saber por dónde comenzar. Ahora que estábamos a
solas, ella rehuía mi mirada. Posé una mano en su hombro y susurré:

 —Sascha…

 —¡No me toques! —exclamó ella de inmediato, dándome una fuerte bofetada.

 Traté de contenerme.

 —Mira, sé que debes odiarme, pero comprende que yo no tengo el poder de
cambiar las cosas. No tengo opción. Es la obediencia o la muerte.

 —¡Oh, pobrecillo, cuánto lo siento! —dijo con ironía.

 —Sascha, yo no busqué esta situación. Mi padre me obligó a unirme a las
Juventudes, luego no tuve más opción que continuar con la educación militar, y
antes de darme cuenta hacía parte de la SS. Te juro que no tenía idea de lo que
pasaba en los campos y…

 —No tienes por qué darme explicaciones —atajó ella, clavándome una fría
mirada.

 —Mira, Sascha…

 —¡No me llames así! Llámeme por mi número; ese es mi nombre ahora.

 Y acto seguido hizo ademán de marcharse. La sujeté nuevamente por el
hombro y, esta vez con tono enérgico, le dije:

 —¡Escúchame, Sascha! Quiero ayudarte a escapar. Es lo mínimo que puedo
hacer por ti después de que… Oh, siempre te quise, Sascha. Quizá una parte de
mí murió con tu partida y el resto se convirtió en lo que soy ahora. Pero desde
que te vi la semana pasada, no he podido dejar de pensar en ti. Todo esto es
una locura. ¡La guerra es una maldita locura! Sé que sólo era un niño cuando te
conocí, pero también sé que mi amor por ti era real. Y aún lo es. Lo comprendí
al verte…

 Ella me miraba fijamente, como preguntándose si debía creerme o no.

 —Te juro que es verdad —dije—. Pero tienes que poner de tu parte. Es un
secreto a voces que la guerra está perdida, así que sólo es cuestión de tiempo.
Sólo resiste; sé fuerte y resiste. Para los demás eres mi concubina, así que no
tomarán medidas contra ti a menos de que yo lo ordene. Solicitaré tu compañía
de vez en cuando para saber cómo te encuentras. Confía en mí y sé paciente.

 —Lo intentaré —aceptó ella—. Trataré de recordar al niño que conocí.

 Su ira había desaparecido, pero su expresión seguía siendo triste y
abatida.

 —Está bien —dije.

 A continuación llamé a uno de mis subalternos y ordené con gesto adusto
que se la llevaran.


6
 Pasaron los meses y su liberación resultó prácticamente imposible. Cada
dos o tres semanas solicitaba su compañía y me aseguraba de que se encontrara
bien, en la medida en que una persona podía encontrarse bien en esas
condiciones. Con cada visita, Sascha fue depositando su confianza en mí. Me contaba
sus planes para salir de allí y yo le decía que esperara, que no era el
momento.

 Esos pequeños instantes a solas nos daban fuerzas para seguir adelante.

 Los días pasaban y yo me sentía cada vez más desesperado. Las tropas
aliadas iban estrechando el cerco y la derrota era inminente.

 Entonces, el 14 de abril de 1945, se ordenó finalmente la evacuación del
campo. En los próximos tres días partió una gran cantidad de prisioneros con
destino a Dachau, en lo que más tarde se llamaría las “Marchas de la Muerte”.

 Yo iba de aquí para allá haciendo mil cosas a la vez y vigilando la
situación de Sascha al mismo tiempo. El día 19 una larga columna de prisioneros
emprendió la última marcha hacia Dachau; entre ellos iban Sascha y los últimos
altos mandos de la SS, quedando solamente en el campo poco más de 10.000
detenidos, la mayoría de ellos enfermos y moribundos.

 Era el momento, así que me las arreglé para estar cerca de su posición
desde el inicio de la marcha.

 Fueron días interminables, luchando contra el frío, el hambre y el
agotamiento.

 Cuatro días después de nuestra partida, se nos informó que las tropas
rusas habían llegado al campo de Flossenburg; y el 25 y 26 de abril, el
Ejército Rojo y el Ejército Estadounidense, respectivamente, llegaron por fin a
Berlín. Todo estaba perdido. El comandante Karl Künstler ordenó la retirada de
los cabecillas de la SS, escudándose en el grueso de los soldados rasos del
Ejército para cubrirnos la espalda.

 Una vez recibida la orden, comencé a impartir instrucciones a mis
unidades formando una pequeña distracción. Sascha, agotada y hambrienta hasta
el desmayo, se encontraba a unos doscientos metros de mi posición. Me fui
acercando disimuladamente y, una vez cerca de ella, grité a los soldados más
cercanos indicándoles que algunos prisioneros se habían salido de la columna
principal más atrás. Al verlos dudar, los amenacé con severos castigos en caso
de no acatar mis órdenes. Acto seguido, le hice señas a Sascha y, luego de un
momento, ella se salió a su vez de la fila, perdiéndose en los matorrales del
bosque más cercano.

 Antes de desaparecer, me dedicó una significativa mirada, sonrió y moduló
un silencioso agradecimiento con sus labios.

 Fue la última vez que la vi.

 El resto para mí fue una completa odisea.

 Cientos de miembros de la SS, vestidos de civil, viajamos hacia el sur a
través de Austria y de la provincia italiana de Tirol, mezclándonos entre la
confusa marea de gente que poblaba Alemania en mayo de 1945. Éramos conducidos
de refugio en refugio a lo largo de la ruta; la mayoría, al puerto de Génova, y
otros, a Rimini y Roma. Ciertas organizaciones, algunas de ellas de índole caritativa,
ayudaban en nuestra huída sin saber exactamente quiénes éramos.

 Yo fui conducido a Génova y de allí, el 28 de mayo, partí en barco con
destino a Buenos Aires, Argentina.


7
 Y aquí he permanecido los últimos treinta años de mi vida, preguntándome
día tras día cuál sería el destino de mi querida Sascha. ¿Fue atrapada
nuevamente por los alemanes? ¿Fue rescatada por las tropas aliadas? ¿O
simplemente logró escapar por sus propios medios?

 No ha habido día ni noche de estos treinta largos años en que no haya
pensado en ella. En ocasiones, el afán de conocer su suerte me hacía concebir
la absurda idea de volver a Alemania e indagar sobre su paradero. Pero el hecho
de pensar en ser apresado y juzgado me detenía. Tal vez sea un cobarde, pero, a
pesar de tener sólo cincuenta años, me siento viejo y agotado. Quizá agotado de
pensar, de tratar de hallar una paz interior que no me merezco. Si tan sólo
supiera qué fue de ella, podría sentirme liberado de una vez por todas, pensaba
con frecuencia.

 Creía que esto no era más que una quimera, un sueño descabellado de un
viejo loco. Pero ayer por fin tuve la respuesta, que fue precisamente lo que me
decidió a escribir estas líneas.

 Me encontraba sentado en mi sillón, ya tarde, viendo la televisión, o,
mejor dicho, tratando de no dejarme vencer por el sueño, cuando escuché una
conocida voz proveniente del aparato. Me espabilé y, por un momento, pensé que
me había quedado dormido después de todo.

 Esa voz… Es más, esos ojos…

 Ocupando toda la pantalla se encontraba el rostro de la mujer a la que
había amado toda mi vida, aunque por los azares del destino fuera un amor que
nunca se había consumado. Unas hebras blancas se cruzaban por su cabello
castaño y algunas arrugas bordeaban su boca y sus bellos ojos, pero seguía
siendo tan hermosa como siempre.

 Sascha… Sascha Haider. La mujer de mi vida.

 Me restregué los ojos, pensando una vez más que estaba soñando. Entonces
presté atención a sus palabras y comprendí.

 —"En estos días debemos recordar a los millones de personas que sin
culpa alguna soportaron sufrimientos inhumanos y fueron exterminados en las
cámaras de gas y en los crematorios. Nadie puede ignorar la tragedia, aquel
intento de destruir de forma programada a todo un pueblo se extiende como una
sombra sobre Europa y el mundo entero. Es un crimen que manchará para siempre
la historia de la Humanidad…”

 Sascha Haider es ahora una activista política en pro de la igualdad
racial y se encontraba dando un discurso en Israel en conmemoración del 30º
Aniversario del fin de la Guerra. La ceremonia era sólo uno de los puntos de la
gira que la llevaría a algunas de las principales ciudades del mundo, con el propósito
de que la Humanidad no olvidara lo acaecido en esos seis años de pesadilla.

 Me enteré de estos detalles como en un sueño, pues todo se vio eclipsado
por el hecho de saber que estaba viva. Después de treinta angustiosos años de
incertidumbre, finalmente mi corazón podía descansar en paz.

 —¡Está viva! —le grité a mi habitación—. ¡Sascha está viva!

 Cerré los ojos y lloré como nunca lo había hecho en mi vida.

 Hoy decidí escribir estas páginas y plasmar esta parte de mi vida en
ellas. Si el destino quiere que alguien las encuentre y las lea algún día, que
así sea, pero no pretendo hallar el perdón de nadie ahora.

 Al escribir estas últimas líneas me siento en paz finalmente. En paz
conmigo mismo y con Sascha, a quien nunca dejé de amar.

 Hay un último detalle, además.

 Uno de los puntos de la gira la traerá el próximo mes a Buenos Aires. Aún
no sé si tendré la fortaleza para ir a buscarla. Sería la tercera vez que
nuestros caminos se cruzarían, pero no estoy seguro de que ella quiera verme de
nuevo.

 Lo pensaré…

 El hecho es que está viva y nada más importa.


 Eduard Müller

20 de mayo de 1975


Fin.



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